Cómo Rusia está cavando su propia tumba

Y por qué una Rusia pobre, aislada y tecnológicamente atrasada supone una pérdida, cuando no un peligro, para el mundo.


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Pocos eventos de la historia reciente han alterado el orden del mundo como la invasión que comenzó el pasado 24 de febrero en Ucrania. Después de mes y medio de conflicto, más de cuatro millones de refugiados han abandonado el país, y no se sabe cuándo volverán. El ejército ruso aumenta la violencia de sus estrategias en un intento de romper el espíritu de resistencia de los ucranianos. Ciudades como Mariupol, Bucha y Borodyanka han ganado un puesto en los anales de la infamia. Como demuestran los relatos de los supervivientes, las cicatrices de este conflicto serán profundas e irán mucho más allá de la devastación física de las ciudades de Ucrania.

Otro pueblo que está sufriendo por culpa de este conflicto es el de la Federación Rusa. Puede parecer grotesco resaltar lo precario de su situación cuando Rusia es la que ha comenzado esta guerra y son sus soldados los que están devastando el país vecino. Sin embargo, eso no quita que la calidad de vida en Rusia se haya visto perjudicada por culpa de las sanciones y la campaña de represión instaurada por el propio régimen. Es casi seguro que esta guerra, más allá de destrozar Ucrania y abrir un capítulo de extrema incertidumbre sobre el cual mi compañero Mark Kieffer ha escrito magistralmente en esta revista, supondrá un punto de inflexión en la historia reciente de Rusia, que no deja de ser el país más grande y poblado de nuestro continente.

 

Así llegamos al que, en mi opinión, representa uno de los grandes dilemas de este conflicto: ¿Qué hacer con Rusia? ¿Cómo favorecer una relación basada en la paz y el intercambio mutuo, en vez de la paranoia y el militarismo que ha llevado a la presente crisis? Por un lado, Rusia está realizando una agresión injustificable y se merece el castigo que está recibiendo en forma de sanciones, rechazo y aislamiento. Por otra parte, nunca habrá paz definitiva en nuestro continente si esta no incluye a Rusia, y las sanciones están destruyendo todos aquellos lazos que conectan al país con el mundo y afectando desproporcionadamente a aquellos grupos sociales que más se identifican con el aperturismo, el pacifismo y las libertades individuales que se dan por hecho en Occidente. Un país aislado en estado de sitio, “Fortaleza Rusia”, como la llaman algunos analistas, no es un lugar donde pueda surgir el cambio político que el mundo necesita desesperadamente ver en este país, como ocurre en otros casos como Irán, Venezuela o Corea del Norte.


En este punto hay que llevar a cabo una distinción importante, y es que Occidente no es responsable de las medidas autocráticas que adopte el régimen de Putin para mantenerse en el poder. Desde que llegó al poder en el año 2000, y sobre todo desde su reelección en 2012, en medio del movimiento de protesta social más multitudinario desde la caída de la URSS, Vladimir Putin ha tomado una línea cada vez más agresiva contra la disidencia interna y la presión externa. “Fortaleza Rusia” no es un proyecto reciente, sino que lleva años en desarrollo. Esta política de priorizar la resiliencia sobre el desarrollo económico y social ha llevado a una Rusia estancada, pero estable. Los ciudadanos rusos eran un componente más de la economía globalizada e interconectada del mundo. Eran, y siguen siendo, artistas, emprendedores, investigadores, periodistas. Rusia es un país relativamente pobre; para muestra, véase que su PIB en 2016 era de 1,27 billones de dólares, casi tanto como España y 600 mil millones menos que Italia. Sin embargo, este país cuenta con una de las poblaciones más formadas del mundo. Según un informe de la OECD, Rusia es el segundo país miembro (sólo detrás de Canadá) con más adultos poseedores de un grado de nivel terciario de educación. Es decir, un 54% de adultos en Rusia entre 25 y 64 años han completado un grado universitario. A pesar del estancamiento político del país, Rusia, y especialmente las áreas urbanas como San Petersburgo o Moscú, contienen un tremendo potencial humano que sólo necesita una mínima oportunidad para contribuir a nuestro bienestar y crecimiento como especie. Ahora, como un eco trágico de la destrucción en Ucrania, una parte de ese potencial se ha derrumbado, estrangulado por la falta de canales de pago, de divisa extranjera, de materiales básicos y de libertades mínimas.


Occidente no es culpable de que Vladimir Putin haya quemado todos los puentes, literal y metafóricamente, que unían a su gente con el mundo. No es culpable de sus visiones revisionistas de la historia, o de la agresividad de la represión hacia su propia población. Pero puesto que las sanciones han tenido un impacto decisivo en este proceso (el impacto que fueron diseñadas para alcanzar, nada más y nada menos), es vital que como ciudadanos de Occidente seamos conscientes del efecto que tienen nuestras políticas en el desarrollo a medio y largo plazo de Rusia, de Europa e incluso del mundo.


Póngase por ejemplo la congelación de las reservas de divisas del Banco Central Ruso (BCR) el 27 de febrero por parte del G-7. De un plumazo, Rusia perdió acceso a la mitad de los 570.000 millones de dólares que tenía acumulados en cuentas bancarias repartidas por el territorio de estos países. Estas reservas eran una parte esencial de la “Fortaleza Rusia”, una caja de ahorro a la que el BCR podía recurrir para mantener la estabilidad del rublo y financiar las numerosas importaciones de las que la economía rusa depende. En esta gráfica podemos observar, además, cómo dichas importaciones consisten en productos complejos como vehículos, partes mecánicas, medicinas y ordenadores, que no son sólo importantes para mantener la calidad de vida de la población sino que son vitales para sostener una economía moderna y competitiva que pueda proporcionar trabajos de calidad, crecimiento, sueldos decentes, incluso, eventualmente, una red de seguridad social. Por cada día que pasa cortada de Occidente, Rusia está perdiendo los importantísimos avances obtenidos estos últimos 30 años, como el caso de su flota de aviación civil demuestra. Una economía rusa más débil, mermada y atrasada tecnológicamente es una presa fácil para el capital chino, que pondrá comprar muchas de estas compañías a precio de saldo. Esto es por no hablar de las consideraciones medioambientales, que pasarán a desaparecer completamente de la lista de prioridades, por mucho que Rusia sea uno de los mayores emisores de CO2 y sea especialmente vulnerable al cambio climático. Las consecuencias de este proceso podrían extenderse más allá del país. Por ejemplo, las sequías que han afectado a las regiones agrícolas de Stavropol y Rostov han creado shocks en la producción de trigo, lo que se ha traducido en subidas del precio del pan y en malestar social por todo el mundo (lo que en su día contribuyó a la Primavera Árabe). Rusia apenas podía enfrentarse a estos problemas con el respaldo del mundo. Ahora, sola, los prospectos de mejora no son muy halagüeños. 


La combinación de sanciones económicas y represión policial está haciendo que Rusia se desangre de capital humano. Decenas de miles de sus personas más brillantes, casi todos jóvenes, han abandonado un país que no puede permitirse perderlos. Como argumenta el semanario The Economist, estas personas son el motor de la modernización de Rusia y su éxodo dejará un país más pobre y más firmemente en control de Putin, lo cual es una tragedia para Rusia, para Occidente y para el mundo. Pero como hemos tratado de esbozar en este artículo, las consecuencias a largo plazo podrían ser incluso peores. En el presente, el mundo debe detener la invasión sangrienta de Putin. Es un proceso que, una vez iniciado, no puede sino destruir, tanto fuera como dentro. Por eso las sanciones son comprensibles y justas. Pero como esta guerra y el sufrimiento de Ucrania, no dejan de ser una pérdida, un sangrado, una destrucción de los lazos de cooperación que nos hacen crecer como individuos y como especie. Una Rusia pobre, paranoica y aislada no podrá nunca contribuir al desarrollo común de la humanidad. Cuando acabe esta guerra, Ucrania no será el único sitio que necesitará reconstrucción. 



Por Javier Díez