La imperfección del amor


Hace apenas unas semanas celebré mi cumpleaños (a pesar de que fue el pasado agosto) con mis amigos. Decidieron regalarme una sudadera en la que bordaron, con sus propias manos, dos pequeñas margaritas en los puños. Se notaba claramente que estas florecitas habían sido cosidas por manos inexpertas, pero te diré, querido lector, que justo ese fue el detalle que más me gustó. Me cautivó que aunque en su vida hubieran cogido un hilo y una aguja para hacer bordados presuntuosos y elegantes, decidieran hacerlo con mi regalo, para que yo pudiera ver de forma explícita la huella de mis amigos en aquello que me daban. Y esto me ha inspirado a hablar de un tema que en cierto modo llevo pensando durante bastante tiempo.

Tendemos a pensar cuando somos pequeños que lo que necesitamos para crecer son unos padres perfectos: que estén siempre disponibles, que controlen sus emociones para educar de una forma afectivamente equilibrada, que no transmitan sus inseguridades a sus hijos a través de lo que hacen, que no se equivoquen, que siempre estén despiertos cuando estás fuera de casa… Crecemos con la idea de que la figura de nuestros padres es (o debería ser) lo más parecido a los superhéroes que podamos conocer en nuestra vida, hasta que un día se les cae la capa y nos damos de bruces con la realidad. Bajo mi punto de vista, lo que necesita un niño para crecer feliz no son exactamente unos padres perfectos, sino únicamente unos que estén presentes; unos padres reales que le sostengan y que le lleven de la mano durante el camino de su vida, hasta finalmente poder soltarse e ir solos. Es evidente que la buena educación y el amor son denominadores comunes que deberían ser básicos en todas las familias, pero sin esperar que eso vaya relacionado con convertirnos en unos seres de luz en el cuidado de nuestros hijos.

He decidido utilizar la familia como el ejemplo pilar porque a fin de cuentas es la primera experiencia del amor que tenemos en esta vida. El resto de ellas van surgiendo a medida que crecemos, bien como amigos, bien como parejas sentimentales o compañeros de trabajo… El hecho de que la imperfección vaya inherente al amor solo nos recuerda que, aunque nunca vamos a querer de una forma impecable, eso es mil veces mejor que no hacerlo. El amor no es una fuerza esotérica, un poder mágico o algo místico digno de unos pocos. Para mí, el amor es la gasolina que tenemos para seguir con nuestras vidas. Es aquello que nos hace salir de nosotros, es algo que revoluciona, que desarma y que al mismo tiempo nos construye a medida que más amamos. Al ser un combustible, que sin él el coche de nuestras vidas no arrancaría, es mejor que exista (aunque imperfecto) a no tener nada.

Otro ideal que podemos tener fácilmente es el relacionado con el mundo romántico. Disney nos ha pintado desde siempre (especialmente al público estrella de sus películas: las niñas de 5 a 10 años) que no solo podemos ser como las princesas, que no tienen ningún tipo de debilidad aunque tampoco un ápice de carácter), sino que uno de los mayores objetivos a los que podemos aspirar es a “conseguir” pasivamente a un príncipe (perfecto también) y “vivir felices y comer perdices” sin apenas esfuerzo. Quiero dejar clarísimo que soy una gran fan de Disney y de todas sus princesas, pero me reservo el derecho de echarle la culpa (parcialmente) por hacerme creer que lo perfecto es lo mejor para mí. Esa analogía con Disney podemos verla todos los días en First Dates, donde los estándares de amor de la mayoría de las personas rozan una perfección que dudosamente existe en algún lado. O incluso en nuestra propia vida, en el momento en el que pretendemos hacer a la carta a la persona que estamos conociendo, porque nos la esperábamos menos tímida, más alta o algo más divertida. Por un lado nos encantaría que fuera tal y como nuestro cerebro se imagina, pero por otra parte nuestro corazón en el fondo desea que nos acojan tal y como venimos de fábrica.

Y es que si lo pensamos un poquito, la condición de ser imperfectos nos hace libres. ¿Cómo puede ser eso?, quizás se pregunte el interesado lector. Pues bien, si todo fuera perfecto, en nosotros y en los que nos rodean, no tendríamos ninguna dificultad para salir de nosotros y acudir al encuentro del otro. No habría egoísmo, envidia, inseguridades, amargura… no existirían todas aquellas debilidades que nos hacen humildes y capaces de elegir libremente AMAR por encima de ellas. Así que, querido lector, es normal que en algún momento de tu vida tengas la tentación de desear que todo sea perfecto y esperado para ti. Pero te diré, que la vida así no tiene ninguna gracia.

Deja que el resto abrace lo más imperfecto que veas en ti y te llevarás una sorpresa.

Clara Luján Gómez