El Estado de Bienestar que, aparentemente, a nadie interesa



Soy un afortunado. A pesar de las desdichas y desventuras que han cercado mi vida en los últimos meses, sigo repitiéndome día sí y día también, como si de un mantra se tratara, la subsiguiente construcción morfosintáctica: “Soy un tremendo privilegiado”. Porque lo soy. Porque tú también lo eres, querido amigo lector.

Seguramente, alguna vez a lo largo de tu larga o corta vida, hayas ido a un gimnasio, tienda, taller o establecimiento cualquiera en el cual te han indicado que solo se aceptan pagos en efectivo. Seguramente, también, hayas sacado el tema a relucir con familia o amigos, pero sin darle mucha más relevancia de lo que merece una mera observación breve sobre una situación un tanto extraña (en esta sociedad tan digitalizada en la que vivimos) que has presenciado durante el transcurso de tus quehaceres diarios.

Que tiemble el Estado del bienestar.

¿Pero qué es, en última instancia, este Estado del bienestar que, aparentemente, a nadie interesa, pero sobre el cual se llenan tanto las bocas nuestros queridos líderes políticos?

Soy un privilegiado. Eres un privilegiado. Somos unos privilegiados. Sois unos privilegiados. En España, y en tantos otros países de nuestro entorno, podemos afirmar tajantemente que vivimos en un Estado del bienestar de los de verdad. Bueno, igual no deberíamos ser tan tajantes con esta afirmación; aunque sí podemos permitirnos la inferencia de que tú y yo, él y ella, nosotros y vosotros, tenemos derecho a unos servicios sociales que difícilmente podrían imaginarse nuestros antepasados hace escasamente 100 años. La razón de ser de este cambio es, indudablemente, la llegada del Estado del bienestar, que se basa en un modelo de organización social según el cual el Estado asume la responsabilidad y la prestación de un gran número de servicios, como la educación o la sanidad, de forma poco indiscriminada y sin un coste para el destinatario directo de los mismos.

Ahora bien, para que todos estos servicios sociales se vean satisfechos, inexorablemente debe entrar en juego el otro lado de la ecuación: los ingresos estatales. Porque sí. La Hacienda Pública ha de obtener ingresos si quiere financiar los gastos de un país. Y en un “supuesto” Estado social y democrático de Derecho la actividad financiera que llevan a cabo los entes territoriales tiene dos brazos: por un lado, los ingresos y, por el otro, los gastos. Y estos dos miembros deben de estar funcional y lógicamente conectados para el correcto desarrollo del Estado providencia en cuestión.

Dicho todo lo anterior, ¿cuántas veces habremos oído a nuestro alrededor menosprecios, vejaciones y calificativos tenidos por injuriosos y ofensivos en relación con la actividad desarrollada por las autoridades tributarias? No hace falta que me deis la respuesta. Es una obviedad que la imagen que tiene el ciudadano medio español sobre la Agencia Estatal de Administración Tributaria (AEAT, en lo sucesivo), en concreto, y sobre la de la Hacienda Pública, en su conjunto, deja mucho que desear.

El distanciamiento existente entre la percepción que mantiene un ciudadano que debe cumplir con sus correspondientes obligaciones tributarias (obligado tributario) y la supuesta realidad que persigue el erario con sus incansables gravámenes es una significativa brecha que no hace más que agrandarse con el paso de los años. La cultura cívico-tributaria en nuestro país es cuasi inexistente, a diferencia de, por ejemplo, la cívico-vial. ¿Alguna vez has visto u oído hablar de algún niño que les diga a sus padres que han de pagar sus impuestos? Sin embargo, ¿a que te resulta menos sorprendente y más habitual el saber que hay niños que recuerdan con cierta frecuencia a sus padres que deben ponerse sus cinturones de seguridad en el coche?

Esto tiene una explicación, aparentemente, clara. No se educa tributariamente. No parece ser que interese a los poderes públicos implementar contenido cívico-tributario en los centros académicos, ni tampoco los padres de los que serán (seremos) la generación del futuro muestran gran afán por que sus hijos adquieran ni siquiera nociones básicas sobre lo que fuera, es y será (hasta que perdure el sistema capitalista, por lo menos) el derecho de masas por excelencia: el Derecho Tributario.

Este Derecho, que supone la principal fuente de ingresos del Estado español (como ocurre en la mayoría de los países de esta sociedad capitalista-digital) afecta a los patrimonios de todos los ciudadanos sin, en teoría, discriminar por razón de cualquier condición que se te pudiera ocurrir. Aunque esto no es óbice para que se moldee el deber de contribuir del ciudadano sobre la base de su respectiva capacidad económica, la cual se determina o progresiva o proporcionalmente – dependiendo del impuesto (clase de tributo) frente al que nos encontremos . Y sí. Todo ello con un único fin en mente: una redistribución de la riqueza total del país que permita sustentar los servicios públicos y sociales de los que todos hacemos uso. Porque sí. Desde un punto de visto cuantitativo, es el Derecho Tributario el que sostiene el Estado del bienestar. Nos digan lo que nos digan, nos lo digan cómo nos lo digan.

Con esto tan solo pretendo hacer un pequeño llamamiento para que los dos brazos que conforman nuestra Hacienda Pública (el de los gastos y el de los ingresos) vayan estrechando relaciones cada vez más. Porque, por ejemplo, aunque la AEAT sea solo un organismo público que ejecuta y hace cumplir las normas tributarias aprobadas por el legislador soberano, esta tiene un ineludible departamento de relaciones institucionales que debería acercarse considerablemente más a los colegios, institutos y universidades – algo que hacen destacablemente bien sus vecinos de la DGT . Porque, ¿de qué sirve saber tanta sintaxis, reglas algebraicas variopintas e historia de España si luego un estudiante de a pie no sabe, ni siquiera, cuáles son las obligaciones que en unos años tendrá que cumplir para que sus futuros hijos puedan aprovecharse de la misma docencia que él mismo recibió? La falta de educación cívico-tributaria es un inmenso sinsentido en nuestro país. Los países vecinos se quedan lejos de la panacea también. 

Mientras tanto, la AEAT y la clase política se tiran constantemente la pelota a sus respectivos tejados para ver quién debe ayudar a poner fin a esta engañosa pero perfectamente entendible creencia de que pagar tributos (y más concretamente, impuestos) es malo.

La predilecta razón de ser del Estado del bienestar son los impuestos. Y cuando, milagrosamente, conseguimos, como meros ciudadanos, acordarnos de ello, ya están las autoridades públicas y los líderes políticos de turno para explicarnos, de manera sorprendentemente deficiente, el raciocinio detrás de este sistema de retroalimentación económico-social. Porque sí. Tanto en primera como en última instancia, el espíritu que integra los impuestos es esencialmente beneficioso y utilitario para el conjunto de la sociedad, a pesar de que desde las instituciones se haga una pedagogía nefasta al respecto.

Es paradójico pensar que, muy probablemente, de no existir un Estado del bienestar sostenido eminentemente por impuestos yo mismo no estaría ni en condiciones de escribir este texto, debido a que, a lo largo de mi corta vida, toda la formación que he recibido haya provenido de centros públicos o subvencionados públicamente.

En fin.

Para terminar – y, a su vez, no atenerme a actitudes costumbristas que tan poco me gusta recrear – te invito, querido amigo lector, a que, tras leer estas reivindicativas líneas, te acerques físicamente (dejemos de lado los dispositivos electrónicos por un momento) a alguien de tu agrado y le preguntes qué sabe sobre el fisco, la AEAT, sus propias obligaciones tributarias y el Estado del bienestar en su totalidad. A ver si consigues que empiece a hablar algo menos del tema, pero con algo más de interés, para que así desarrolle un criterio fundado al respecto. Ya que no lo hacen desde arriba, ¿por qué no darnos un voto de confianza y empezar el cambio desde abajo?

Aunque te aviso: no le preguntes también sobre sus conocimientos acerca del sistema de la Seguridad Social, puesto que dicha cuestión daría para un debate aún más extenso y farragoso que el que planteo – con indudables pinceladas – aquí hoy…

Que los morros finos hablen y que la zagalería engulla. La endemia está a la vuelta de la esquina. Nuestra libertad siempre permaneció intacta, por muy dentro de nosotros que se cobijara…


Por Rubén Serrano Alfaro