La escena que viene a mi mente es un instante en el que Remy
sale del restaurante en el que trabaja tras un largo día cocinando. Se dispone
a cenar cuando se encuentra con su hermano, Emile, a quien ve comiendo un trozo
de basura que había encontrado en la calle. Este momento de la película podría
pasar desapercibido, pero en lugar de eso, se nos presenta como uno de los
detalles más cuidados de todo el largometraje. Remy le dice que no puede comer
eso en su presencia, va a la cocina y le lleva a su hermano queso y unas uvas.
Le invita a centrarse únicamente en el sabor y la textura, a no dejarse
distraer por nada más. Primero escoge un trozo de queso y se lo da a probar
guiándolo con sus palabras. Después una uva, dulce, fresca e intensa. Tras
ello, le pide que pruebe ambas cosas al mismo tiempo y que trate de disfrutar la
mezcla y descubra cómo algo nuevo se está creando. Le pide que imagine miles de
sabores fusionados en su boca, cosas que nadie ha probado nunca, y que invente sensaciones
en su paladar.
Emile se pierde. Desconcertado, no logra imaginar todo lo
que su hermano le sugiere. Sin embargo, se muestra impresionado, pues ha
descubierto algo que nunca antes hubiera podido imaginar. Ha vivido una
experiencia nueva y desconcertante a través de la comida, que interpretaba
hasta ese momento como una mera necesidad. Y lo ha hecho más que nunca cuando
se ha dejado llevar por la creatividad y el entusiasmo de su hermano, mezclando
la uva y el queso y experimentando en el paladar un sabor que nunca antes
hubiera imaginado.
Ratatouille, en todo momento, es una obra que adora la
mezcla y se desvive por enseñar las bondades de la misma. La propia relación
entre el cocinero del restaurante y Remy es totalmente simbiótica. El hombre es
humano, y puede actuar ante los ojos de los demás, pero no sabe de cocina; mientras que Remy, que conoce este arte mejor que nadie, no puede realizarlo
porque es una rata, y por lo tanto los seres humanos lo rechazan. ¿Y todo esto
a cuento de qué? ¿La sociedad española colapsa y encuentro la evasión en una
película para niños? Nada más lejos de la realidad. Ratatouille es mucho más
que eso.
Las últimas semanas han estado marcadas por el miedo a la
diferencia, o más bien por el miedo al mestizaje, a la mezcla o a la pérdida de
lo puro. La memoria tiene mucho valor en nuestro presente, y hay quien no puede
permitir que se distorsione su recuerdo. Vivimos días en los que preservar la
tradición se ha convertido en arma política arrojadiza, materializada en adoquín.
Cataluña sale a la calle a protestar porque quiere sus costumbres intactas y en
la calle se les reprime por querer manchar la idea hegemónica de España. El
cambio asusta. El resto del país responde a esta situación con el auge de Vox,
que trata de evitar la ruptura de su tan amada e intocable España. Y, de nuevo,
miedo. Miedo a Vox con un voto útil y amedrentado por la situación, que trata
de conformar mayoría en lugar de luchar por el futuro deseado. Miedo al
inmigrante que la gran mayoría de las veces realiza el trabajo poco cualificado
que nadie más quiere.
Quizás sea que la sociedad española es, de entre todas, la
sociedad con más miedo, y sus ciudadanos los dotados de más memoria. El
recuerdo es bello, como el recuerdo delicado y cariñoso que me trae el azar de
vez en cuando. Remy también tuvo miedo, al igual que su padre. Un padre
intentará siempre proteger a su hijo, y en este caso trata de que reconozca en
el ser humano al enemigo. Lo lleva al escaparate de una tienda donde contemplan
decenas de ratas asesinadas en trampas. Le dice que el cambio no llegará,
porque los otros nunca darán el paso. Remy le contesta que el cambio estará en ellos
mismos, que el cambio está en él.
Uno de los momentos más emocionante de toda la película es
cuando el crítico Anton Ego, conocido por sus afiladas palabras, acude al
restaurante de Remy. La rata, en un alarde de valentía, decide preparar un
plato campesino llamado Ratatouille, reinterpretando la receta. Cuando el
camarero le lleva la cena a la mesa, Anton Ego prueba con desgana el plato y,
de pronto, todo el restaurante se desvanece y solo puede verse a sí mismo en su
casa de la infancia, mientras su humilde madre le prepara Ratatouille. Una
mezcla de melancolía y sorpresa inunda su rostro. El recuerdo lo domina y
saborea esa síntesis entre su vida y lo desconocido. Al cerrar el restaurante,
Ego pide conocer al chef, que no es otro que Remy. En un primer momento el
crítico cree que se trata de una broma, pero poco a poco va entendiendo. Tras
ello, con un semblante serio y algo desconcertado, da las gracias a Remy y
abandona el lugar. Al día siguiente la crítica de Ego aparece en el periódico.
En ella expresa, con toda honestidad, su admiración por Remy y a través de sus
palabras muestra cómo, del individuo más extraño que hubiera podido imaginar,
le llegó el sabor más íntimo que una vez probó.
A pesar de su reticencia, Anton Ego se dejó sorprender.
Probablemente hubiera detestado el plato en cualquier otra ocasión por manchar
el recuerdo que tenía de la infancia, pero la delicadeza que empleó Remy le
hizo entender el valor de mezclar cosas tan aparentemente distantes como el
recuerdo, la alta cocina, y una rata.
Creo que España arrastra un miedo, hondo, doloroso y
paralizante. Un miedo que impide compartir y evita el mestizaje. No es fácil la pérdida de
lo conocido. Nos aferramos al recuerdo de la familiaridad, que
tanto ha influido en nosotros. No obstante, no es necesario olvidarla, sino más
bien saber compartirla y saber entender la de los demás. Quedarse con lo propio
es tanto egoísta como cobarde. Ya no vale más malo conocido que bueno por
conocer, y puede que nunca lo valiera. Anton Ego tendría clara la receta para
nuestra sociedad: algo más de confianza y una buena dosis de valentía.
Fotograma de la película Ratatouille |