A Carlota, por el significado detrás del título.
Esta mañana me he
encontrado con una situación cada vez más usual, pero que no por ello duele menos. Ha
sido una conversación en la cola de la consulta del médico. Detrás de mí, un
hombre mayor venía a hacerse unos análisis. “Me ha dicho el doctor que venga a
hacérmelos aquí, son algo urgentes”. La señorita de la ventanilla le ha dicho
que ahora, para todas las analíticas, hay que pedir cita previa,
preferentemente online para que no se junte mucha gente. Debo
decir que la consulta a las 9 de la mañana estaba a reventar. Le dijo que lo
más cómodo sería que se metiese en la web mediante el código QR que había a la
entrada y pidiese la cita más próxima que hubiese. “Pero es que yo no sé
utilizar mucho mi teléfono, no sé cómo hacer eso que me dice de escanear un no se qué”.
No es que la auxiliar fuese una desagradable, pero entiendo que había tal
multitud de gente esperando a ser atendida que no le ha dado ninguna respuesta. Como le
tenía cerca, le he enseñado a meterse en la página web y le he registrado con
sus datos. He ganado minuto y medio de mi tiempo, porque el tiempo que se dedica a la gente jamás se pierde, y él ha conseguido hacerse la
analítica un par de horas más tarde.
Vivimos en una realidad
que no es para todo el mundo. De hecho, es para muy pocos. Se nos exige un
nivel de autonomía personal, emocional, tecnológica, económica e intelectual
que está al alcance de pocos, y durante muy poco tiempo. Y lo que vemos es que
la gente que no puede alcanzarlo se queda atrás. Se deja en manos del Estado o
de instituciones, incluso a veces en manos de nadie y se les abandona a su
suerte. Querido lector, creo que se ha dado cuenta de que no estoy hablando
sólo de los mayores que necesitan ayuda con la tecnología.
Ayer, de conversación con
una enfermera, le comenté lo mucho que echaba de menos mis días de voluntaria
en el hospital, en los que un grupo de jóvenes dábamos conversación y
entretenimiento a los pacientes que lo solicitasen o que quisieran sentirse
acompañados. Le conté que había gente a la que no había podido olvidar, como aquella
ancianita que me contó con vergüenza que no quería volver a su casa porque sus
hijos no la trataban bien. O aquel hombre que acompañaba a su mujer, que
llevaba tanto tiempo entre cuatro paredes que sólo necesitaba a alguien con
quien quejarse en voz alta.
En España, como el lector sabe, nadie se muere (por suerte) de hambre. Pero no sólo de pan vive el
hombre. En todos los hospitales, en las residencias, en las cárceles e incluso
en las propias casas, que a veces llegan a ser auténticas prisiones, todos los
días hay personas muriéndose de soledad, de abandono y de tristeza.
Hay abuelos que llevan
años abandonados en residencias sin una sola visita, sin nadie con quien poder
hablar, sin ninguna razón que les haga sentirse humanos. Hay enfermos que,
además de sus medicinas y tratamientos, necesitan a alguien que les de la mano
cuando tienen dolores, cuando se quejan o cuando pierden la esperanza. Hay
niños que van al colegio sabiendo que no tienen un sólo amigo en el mundo, y
que al llegar a su casa tampoco tienen con quien hablar porque sus padres no
están nunca. Hay personas viviendo en las calles que no reciben una mirada de
compasión al día y que son constantemente invisibilizados, o peor, tratados
como perros. Hay jóvenes rodeados de gente que nunca se han sentido más vacíos,
más solos.
Y todo esto tiene
consecuencias. El diario Público daba voz el año pasado al último
informe de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes revelaba
que España encabeza el consumo mundial lícito de ansiolíticos, hipnóticos y
sedantes. El Diario de Mallorca, el noviembre pasado, publicaba “Hallan
el cadáver de un anciano muerto hace seis meses en su casa de La Soledat”.
Tenía la radio puesta y nadie se preocupó por no verle hasta que empezó un olor
sospechoso. La BBC, en 2019, “Muere Noa Pothoven, la joven de 17 años
que solicitó la eutanasia en Holanda por sufrir estrés postraumático y
depresión”. Pothoven anunció a finales de mayo a
través de Instagram que había decidido poner fin a su vida, con conocimiento y
consentimiento de sus padres. Y, por último, como mencionaba mi colega y amiga
Clara Luján en su artículo, la noticia estrella de septiembre de 2021,
disponible en cualquier medio informativo “El suicidio, primera causa de
muerte no natural en España, y en alarmante aumento entre jóvenes”.
Soy la primera en
sentirse feliz cuando vemos en los anuncios o en nuestras redes sociales a
voluntarios yéndose a países al otro lado del mundo ayudando a personas en la
India, Camboya, Eritrea, Somalia o Camerún pero, aunque sea menos exótico y no
nos cambie la visión del mundo, para echar una mano no hace falta irse a ningún
sitio ni pagar ningún dinero. Basta con fijarse en el amigo que no cuenta sus
problemas a nadie, en la vecina anciana que vive sola y no tiene quien la
ayude, en el familiar al que nadie llama nunca porque se le considera antipático.
Quizá así algún día no nos toque llevarnos un disgusto ni lamentar ninguna pérdida,
preguntándonos si de verdad hicimos todo lo que pudimos.
Cambiar esta situación
está en nuestras manos. Y no hablo de los jóvenes, hablo de todos. De los
padres, de los abuelos, de los jefes, de los compañeros de trabajo, de los
profesionales sanitarios y funcionarios de prisiones, de los profesores y
orientadores, de todas aquellas personas que conviven con gente todos los días.
Porque la desesperanza paulatina, la pérdida de ilusión por la vida, es ese
elefante en la habitación del que nadie quiere hablar.
Por María V. Pitarch