Traducir es mentir

Dos realidades: una de ellas luminosa, ordenada y tranquila, la otra todo lo contrario. En la primera existen el bien y el mal y, aunque no todos sus habitantes saben distinguirlos, disponen de la ayuda de los sabios. Los sabios conocen cada recoveco del suelo y cada brisa en el cielo, gracias a que, antes de que su mundo fuera mundo, descubrieron el lugar que le correspondía a todo pequeño y gran objeto de la realidad. ¿Qué cómo lo hicieron? Este era el gran secreto: aprendieron sus nombres. Desde entonces en la casa del sabio la cubertería se organiza pulcramente; cucharas, tenedores y cuchillos siempre en espacios separados. Pero hay otro mundo. La apariencia de este otro es lúgubre y oscura, y la niebla se instala entre los márgenes de las cosas. En este lugar nada puede ser aprehendido con certeza. En su anhelo de conocer algunos sabios toparon con esta realidad; quedaron anonadados. Al volver a sus hogares, la realidad de la que venían los acompañó y, como Ulises, regresaron a una Ítaca distinta. Los tenedores, cucharas y cuchillos ya no estaban, en su lugar había unos utensilios tridentes, cóncavos y serrados; cada uno distinto, pero indistinguible; todos ellos innombrables. Seguía habiendo tres lugares destinados a separar cada familia de cubiertos, pero ya no lo hacían según una regla coherente. Era imposible agruparlos. Sufrieron tal vergüenza al no poder discernir entre sus propios objetos que rechazaron sus títulos de sabios. Caminaron errantes, buscando a los verdaderos sabios entre los habitantes de las tinieblas. Trataban de hallar instructores para la ciencia inaprensible que rige ese lugar.

¿Tienen un nombre estos dos mundos? Los habitantes del primero llaman a su realidad el mundo monolingüe y denominan a la realidad ajena el mundo de los políglotas. Qué sinsentido el de los luminosos, pensaría un cualquiera, pero, aunque lo parezca, no son idiotas. Tanto tiempo dedicado a aprender los nombres de las cosas los ha hecho sagaces. Creen conocer también estas designaciones. A continuación, presentaré su razonamiento.

El mundo de los luminosos es monolingüe porque solo hay un lenguaje: el correcto. La manera correcta de hablar, el idioma de los dioses, su lengua. Cada cosa que profieren se corresponde con alguno de los objetos de esta realidad. Nada carece de signo fonético. Lo curioso es que los habitantes de este mundo proceden de distintos lugares y, en realidad, hablan distintas lenguas.

El caótico mundo de los políglotas es si cabe más extraño. Es un mundo de políglotas porque saben más palabras al saberlas en más idiomas. A pesar de la abundancia de categorías, habitan un lugar tenebroso, pues han perdido la referencia que adhería el signo con el mundo. Aseguran no conocer nada con exactitud. Su narración del viaje de un mundo a otro es fascinante. Todos ellos tenían una lengua materna que marcaba sus orígenes, pero cuando comenzaron a aprender un segundo idioma todo cambió. Descubrieron que la realidad en aquellos países era muy distinta a la suya. Debía de serlo, ya que sus idiomas eran muy extraños. Relatan la gran sorpresa que se llevaron al familiarizarse con distintas lenguas. Algunas distinguían entre decenas de tonos del color blanco, otras designaban con exactitud los diferentes matices de las emociones humanas y otras tantos usaban nombres técnicos para máquinas y artefactos de los que nunca habían oído hablar. Desde luego, cada país era un mundo completamente distinto. Pronto se dieron cuenta de que la principal diferencia entre aquellos lugares y su país de origen no estaba fuera, sino en lo más interno de la percepción humana, en los ojos que miran y en la lengua que habla.

Estos sabios que viajaron de un mundo a otro encontraban habitualmente demandas de sus viejos compatriotas, que los instaban a traducir textos de otras lenguas a la suya. Los más versados en dichos idiomas solían rechazar aquellos trabajos. Traducir un texto de un idioma a otro significaba para ellos pervertir la esencia de lo que allí estaba escrito. No se trataba de un simple arte mecánico, según el cual las palabras encontraran su correlato directo en el otro idioma. Era necesario un delicado proceso de selección para encontrar las formas de expresarse más precisas, formas que apenas tantearan los pedazos de la profundidad original. La sintaxis, además, no siempre era similar. A menudo se veían obligados a cambiarla para no articular un texto muy artificial en la lengua de llegada. Aquella resistencia inicial a traducir pronto fue abandonada, quedando únicamente una amarga sensación. El sabio, si algo sabía, era que con su trabajo trastocaba la particular percepción del mundo que las palabras del autor conformaban.

Aquellos que salieron de la ingenuidad monolingüe se daban cuenta con rapidez de que sus lenguas eran productos humanos que habían pasado de generación en generación hasta llegar a ellos. Trataron entonces de pensar cómo habría sido el mundo antes de la invención del lenguaje. Encontraron en su mente una realidad confusa, donde no era posible distinguir nada entre las manchas de color que conformaban la imagen de lo real. Habían pasado de los firmes contornos del idioma materno, a la realidad fragmentada de quién conoce más de una lengua. Olvidaron su concepto fijo de lo real y abrazaron uno de naturaleza abstracta y abstrusa. Entendieron que cada lengua había decidido recortar las imágenes por un lado distinto, destacando ciertos matices y olvidando otros. Lo encontraron hermoso. Cada idioma era un dibujo detallado, una confección hermosa de lo que sus hablantes habían querido destacar. Aún así, les invadía el dolor; cada lengua no era más que los retazos de percepción de antiguos humanos.

Ya no existen dos mundos. La antigua frontera que había entre ellos cayó; uno conquistó al otro. El paso de los años trajo el culto a la eficiencia y con él regresó la ingenuidad. El mundo, lleno de políglotas tristes ante la decadencia de su realidad, decidió salvar su dolor a través de esa productividad vacía de significado. La variedad de idiomas era una tortura; no solo impedía la comunicación directa entre los hablantes de la Tierra, sino que además les recordaba lo impreciso de su saber y de su forma de comunicarse. Maldiciendo el día en qué los seres humanos construyeron la Torre de Babel, escogieron una lengua y olvidaron el resto. Con ellas se fue demasiado. Miles de formas de ver el mundo fueron olvidadas; la experiencia de millones de personas en su progresiva aproximación a la realidad quedó destruida. Todo ello se intercambió por una única forma de mirar, una lengua ensalzada. 



Por Jaime Cabrera