La importancia de tener una razón por la que vivir

Una de las series que más impacto han podido causar en mí es la de Thirteen Reasons Why (Por trece razones, en español). Quizás, para muchos de vosotros, ha podido ser solamente una serie triste; a otros puede haberos resultado indiferente o por el contrario, haberos marcado de una forma indescriptible.

Si sois de aquellos que a día de hoy seguís desconociendo esta maravilla audiovisual, os haré un pequeño resumen: la historia gira en torno al suicidio de una risueña y preciosa adolescente que, después de morir, deja en una caja 13 cintas en las que en cada una describe una de las razones por las que acabó con su corta vida. Cada una de esas grabaciones va dirigida a una persona concreta de su vida que ha “contribuido” a ser una razón por la que Hannah Baker, nuestra protagonista, decide suicidarse. Pero no he venido aquí a desentrañar las desgracias que le suceden a esta joven para tomar aquella decisión. No, porque yo también odio los spoilers. El motivo que me anima a escribir las siguientes líneas es la tristeza que me produjo su muerte (aunque se tratara de un personaje ficticio, pues todos tenemos nuestro corazoncito) y la de muchas otras miles de personas que no tienen una razón por la que seguir vivos.

El suicidio siempre me ha parecido un asunto sumamente difícil y doloroso del que hablar. Todos los días, cada hora de esos días, mueren personas de esta manera. Todos los días bloquean líneas de tren porque alguien decide lanzarse a ellas. Todos los días alguien se encuentra a un familiar suyo muerto en el suelo por una sobredosis o de otras miles de formas que no creo que sea necesario describir. Y saber eso, me produce una angustia indescriptible. Ser consciente de que hay personas que conviven día y noche con dolor y que la única alternativa que encuentran para paliarlo es arrasar con su vida, me forma un auténtico nudo en el estómago. Porque el que un ser humano se plantee su propia muerte de una forma anticipada con el objetivo de acabar con un sufrimiento que no le permite vivir, no debería dejar indiferente a nadie. Porque cuán grande debe ser ese dolor para decidir abandonar la vida y todo lo enorme que es esta en todos los sentidos…

Existen numerosos motivos por los que alguien podría llevar a tomar esa desgraciada decisión. Tantos como personas que han decidido morir de esta forma. Sin embargo, pienso que lo prevalece como común denominador a todas aquellas razones es el perderle el sentido a la propia vida. El olvidar por qué estamos aquí y por qué somos quienes somos donde somos en un momento concreto. Y toda esta consciencia de vernos como una minihistoria dentro de una historia mayor, no es baladí. A veces es incluso trabajo de una vida entera, en la que justamente por motivos diversos y por obstáculos que aparecen perdemos esa sensación de ocupar un lugar en este mundo. Perdemos la esencia del papel que desempeñamos en nuestra propia vida y de una forma más significativa, en la de otros.

Es muy difícil ir por la vida sin saber qué es aquello que nos mueve el corazón, qué es lo que verdaderamente nos apasiona. Siempre me sucede que cuando hablo de estos asuntos con personas que tienen hijos, reconocen que ellos serían una de las razones por las que vivir. Me fascina el amor que pueden llegar a sentir unos padres por sus propios hijos de una forma que incluso les sobrepasa. Sin ir más lejos, el otro día estaba cenando con mi padre y en esa cena le manifestaba la profunda admiración que he sentido siempre hacia él. Su respuesta fue que él sabía que yo le iba a “superar” en la vida. Que yo no podía admirarle porque era mejor que él en muchas cosas y sinceramente, querido lector, me conmovió el alma. Me emocionó que alguien tan grande fuera capaz de ver en mí un potencial que yo muchas veces no terminaba de asimilar. Ya no fue tanto el chute inmediato de autoestima que supone un reconocimiento de admiración y más si viene de un padre, sino sus palabras sinceras de que gracias a mí seguía aprendiendo cosas de la vida. Y eso, creo que es el amor. Suele ser un motivo por el que levantarnos todas las mañanas o por el que animar a otros a que lo hagan. Es un asunto con el que probablemente comulguen la mayoría de las personas a las que preguntes: que el amor siempre vence al dolor por mucho que nos apisone a veces. Lo malo es que no siempre podemos vivir ese amor o que no estamos abiertos a él por diferentes circunstancias de la vida. Por esto, ¿acaso seríamos los culpables de no encontrarle sentido a nuestra vida justo por ser ajenos a esa vivencia del amor que tendríamos que tenernos a nosotros y a los que ya nos quieren

Es bastante ingenuo el pensar que “basta amar para dejar de sufrir”, es algo realmente cruel para aquellos a los que el sufrimiento les aplasta por completo; en los que se convierte en una losa que parece que no te deja otra alternativa que acabar hasta contigo mismo. Es por esto que cuando un problema se convierte en lo suficientemente grande como para no dejarnos avanzar o sin llegar a ese extremo, intercede en nuestra vida de forma casi cotidiana, hay que actuar. Hay que buscar ayuda y armarse de valor para ponerle nombre a ese dolor que nos roba el sentido de nuestra propia existencia y si no sabemos ponérselo nosotros mismos, recurrir a un profesional.

Siempre he pensado que el cuerpo humano es la máquina más perfecta que existe en este mundo y en los que no conocemos, también. Siempre me ha fascinado cómo, sin que nadie lo programara antes, el propio organismo tiende siempre a buscar su propia supervivencia. Si se le produce algún tipo de herida a través de la que sale sangre, existe una cascada de coagulación de diferentes células y proteínas que se encarga de taponar esa hemorragia. Si por cualquier razón sube el azúcar en sangre de una forma exagerada, el páncreas sintetiza insulina para poder disminuirla. Todo funciona de una forma coordinada y armónica para que el hombre pueda vivir y para que no sea ni siquiera consciente de que su propio cuerpo lucha por su subsistencia. Pero es evidente que no es suficiente que nuestro cuerpo haga por mantenernos vivos. Es evidente que no somos solo plaquetas, lípidos y células. Aquí, la salud mental juega un papel esencial que no siempre se tiene el valor de reconocer

Considero que en estos últimos años, se ha dado muchísima visibilidad a numerosos asuntos relacionados con patologías psiquiátricas como la ansiedad y la depresión. Cada vez son más frecuentes los videoblogs de testimonios cargados de verdad y valentía que hablan sobre historias de sufrimiento psicológico y batallas internas. Cada vez me encuentro con más y más cuentas de Instagram de profesionales de la salud que invitan a cuidar nuestra salud mental, entre los que se encuentran Nacho Roura (un psicólogo también conocido como Neuronacho en sus redes sociales) y la Dra. Rosa Molina (médico psiquiatra del hospital Clínico San Carlos), ambos en mi top 10 de divulgadores de neurociencia, por cierto. Pero aún teniendo toda esta disponibilidad de medios de información a golpe de click, pienso que se siguen cometiendo errores en cuanto al manejo social de los problemas psicológicos, y más aún en los relacionados con los suicidios. No quiero que el lector que ahora está prestando atención a este texto piense que mi opinión vale igual que la de un profesional de la salud, porque no pretendo esto. Pero sí que creo que así como existe el screening para el cáncer de colon o para el de mama (programas sanitarios en los que por una serie de factores de riesgo, se estudia a pacientes que puedan ser potenciales a presentar alguna patología oncológica), se siguiera más de cerca a las personas que han podido manifestar un deseo franco de morirse. O lejos de esta “utopía”, pues entiendo que puede resultar complicada ese tipo de vigilancia, lo mejor podría ser una lucha encarnizada contra el bullying y una reeducación de la sociedad desde sus pilares más básicos, por comenzar por algún lado, ¿no?

Me encantaría encontrarme en mi futuro como adulta una sociedad en la que supiera que mis hijos puedan buscar ayudar fácilmente en el caso de que no quisieran confiar en mí para esos asuntos tan peliagudos. Me gustaría que la población, en especial la juvenil, estuviera lo suficientemente sensibilizada con estos asuntos como para que cuidara mucho su forma de actuar. Porque como no sabemos el calvario que puede estar librando cada uno por dentro, no sumemos el peso innecesario de ser desagradables o peor aún, de arrebatarle la dignidad a otra persona solo porque no nos sentimos bien con nosotros mismos.

Me gustaría terminar recalcando la importancia de tener algo por lo que vivir: una meta, o que mismamente, nuestro propio camino con todas sus cimas y valles se convierta en la mejor meta a vivir de todas. Pero no podemos olvidar que es muy difícil aventurarnos en una jornada tan dura como la vida descalzos, sin utensilios para subsistir. Es complicadísimo caminar cuando te sangran los pies o cuando tienes una rodilla rota y en esos contextos, lo esperable es que se decida dejar de caminar. Pues pienso que sucede algo muy similar con esto de la vida: es muy difícil seguir adelante sin herramientas, sin recursos psicológicos y sin motivo por el que seguir caminando. Es muy difícil ilusionarse con la vida si nos cuesta siquiera levantarnos de la cama. Pero quiero decirte algo, querido lector: si estás en un momento de tu vida en el que no ves que seas capaz de ilusionarte ni con las cosas que antes te conquistaban, quiero que sepas que lo único que anularía por completo cualquier posibilidad de vivir es el suicidio (por obvio que parezca). Busca ayuda, aunque no quieras hacerlo, aunque solo quieras acabar con el dolor de forma inmediata. Habla con quienes dicen quererte, aunque no termines de vivir ese amor. Confía en la luz que dicen otros ver en ti, porque quizá existe pero no eres capaz de verla. Ten paciencia y sobre todo, aférrate a algo por lo que vivir. Al amor, por ejemplo. O a Dios, eso ya a gusto del consumidor.

Porque quizás eso pueda salvarte más de una vez.


Por Clara Luján Gómez