Hay algo que lleva rondando mi
mente un tiempo. Es bastante recurrente, en la cultura de masas, la aparición
de personajes que desprecian la compasión en aras de su dignidad. La rechazan alegando
que es precisamente esa compasión lo que los deshumaniza, lo que los deshonra
al manchar su orgullo por el camino. Si la cultura de masas, dentro de una
estructura profundamente individualista como la que habitamos, repite esto sin
cesar (como quien recuerda un dogma) algún beneficio debe aportar a su sistema
(de la misma forma en la que todos los mensajes que la industria cultural crea
son para favorecer al propio sistema).
Durante bastante tiempo, encontré en esta fórmula de pensamiento cosas que me parecían extrañas, y es precisamente en este artículo donde voy a poner en palabras esa incomodidad que me hace sentir. Voy a exponer ambas posturas, la postura del orgullo mancillado frente a la postura de la compasión vinculante, mientras lo entrelazo todo con las preguntas que no he dejado de hacerme en ningún momento.
El primer punto de vista acusa a
la compasión como una forma de beneficiar la imagen de uno, fingiendo, en el
proceso, la preocupación por el otro. En las películas, por ejemplo, cuando un
personaje secundario comparte su merienda con el protagonista (quien,
habitualmente, no tiene por falta de recursos), no es excepcional que, este
último, se ofenda y tire el alimento a la basura. Han mancillado su orgullo; su
valor como ser humano ha sido degradado. Quizás verbalice expresiones como: “no
necesito tu caridad”, a las que, -como obedientes receptores que somos-,
probablemente aplaudamos hasta que nos salgan llagas en las manos.
Puede llegar a ser cierto que la compasión, como otros filósofos han explicado, puede cegar e inmovilizar. La compasión es una emoción débil que no te lleva a grandes rupturas, como puede conseguirlo la rabia. Es una emoción paralizante que no provoca el movimiento en tu cuerpo, sino solo una empatía melancólica que uno nunca sabe abordar ni dar solución.
El segundo punto de vista lo
introduciré con una pregunta: ¿No es acaso sospechosa la demonización de la
buena acción? Es como si nos estuvieran enseñando cómo interpretar
conductas que, a priori, deberían considerarse positivas: “Eh, tú, que
sepas que si está dándote un bocadillo es para ridiculizarte, no porque se
preocupe por ti”. Me parece una estratagema para asegurar el distanciamiento
que hay entre los sujetos de un lugar, volviendo un estigma tanto la acción de
pedir ayuda, porque, supuestamente, al hacerlo pierdes tu orgullo, como la
acción de darla, porque, en este caso, estarías robándole la dignidad al
receptor de la ayuda. Los medios nos enseñan que debemos preocuparnos solo por
nosotros mismos, que el acto de preocuparse por alguien más es censurable, hiriente
y bochornoso.
Igual de sospechosa me parece la
asociación directa que se ha hecho entre el orgullo que uno tiene y su
capacidad para desestimar la ayuda ajena. Da igual que uno sea inteligente, da
igual que uno sea valiente, da igual que uno sea fuerte… lo primordial es
hacerlo solo y rechazar cualquier mano que se tienda ante ti. Por esto mismo, tu
valor como persona parece que tiene que estar formado, no por tu conocimiento,
no por tu vida, no por tus habilidades, sino por ese “orgullo material” y por
cómo lo gestiones. Todo esto contextualizado dentro de un sistema capitalista,
individualista y meritocrático. ¿Acaso no parece que esa ayuda ajena es casi una
representación del Estado? ¿Acaso no es como si el sistema buscara obsesivamente
el aislamiento parcial entre unos y otros?
Mencionaba el individualismo, por
lo que quisiera hacer un repaso brevísimo y muy muy escueto de cómo, poco a
poco, se formó este tipo de sociedad individualista. Desde los albores del
Modernismo, la paulatina disolución de los lazos sociales ha sido absoluta:
“Todavía en el Renacimiento «las edades de la vida»
eran conceptos que suponían la existencia de una unidad fundamental entre los
fenómenos «naturales», «cósmicos», y «sobrenaturales». El microcosmos era un
reflejo del macrocosmos y el hombre se relacionaba con todos los seres del
universo a través de lazos profundos y misteriosos. […] Esas formas de
clasificación […] se rompieron a finales del siglo XVI. Con el inicio de la
Modernidad los códigos de saber se transforman, y el hombre deja de ser un
pequeño microcosmos, en contacto permanente con todo el universo, para iniciar
un largo exilio destinado a separarlo cada vez más de la «naturaleza natural»
[…] A partir de ahora el hombre tendrá que convertirse en un ser «civilizado»,
un ser cada vez más individualizado que, con el paso de los siglos, se
transformará en el «átomo ficticio» de una «sociedad formada por individuos»”
(Foucault, 1966) & (Elías, 2015).
Aún con dicha desintegración, es
menester recordar que siguió siendo necesaria cierta colaboración entre los
componentes de un territorio, por lo que se construyeron nuevas relaciones
basadas en la actividad económica, y nuevos conceptos como el de nación (cuya
intención no es otra que mantener cierta unidad entre sujetos que ya no están
relacionados).
Rotos los lazos naturales que
antes había entre las personas, se acaba obteniendo una sociedad formada por la
suma de los distintos Yo, que viven preocupados en exclusiva por lo que les
atañe a ellos mismos. Las películas, series, libros, videojuegos… mantienen y refuerzan
esta idea tergiversando la intencionalidad bondadosa de ciertos comportamientos,
para que estos sean interpretados como comportamientos con intención de
humillar, no de ayudar. La distancia que hay entre un Yo y otro Yo se vuelve
patente, no existiendo ya, en ningún caso, un Nosotros. Se puede ver
cumplido de forma bastante minuciosa el mítico “Divide y vencerás”. Trabajo
propagandístico excepcional.
Cuando piensas en el otro, en su
dolor y en su bienestar, el individualismo idiosincrásico de nuestro sistema se
tambalea. Ese distanciamiento que se da entre el Yo y el Otro peligra por culpa
(o gracias a) de emociones como la empatía, intrínsecamente unida a la
compasión. Es precisamente la ruptura de esa distancia y la involucración
con lo colectivo lo que quisiera recalcar dentro de este artículo, no tanto
la compasión per se sino la necesidad de volver a conectarnos con el
mundo y la humanidad. Siempre se recuerda y resalta el lado egoísta que forma
la naturaleza del ser humano, pero siempre se esconde, de forma pícara y
tramposa, su indiscutible plano social. No lo llamemos compasión, pongámosle
otro nombre, pero lo vital es la involucración. Mirar más allá de uno mismo, acercarse,
mirar la cara del otro y buscar juntos una solución.
Somos animales que dependemos del resto de animales, la reclusión invisible en la que vivimos actualmente (una vida de vínculos vetados) es lo que, paradójicamente, nos deshumaniza.
Por María B. Lario
Elías, N. (2015). El proceso de
la civilización. Fondo de Cultura Económica
Foucault, M. (1966). Las palabras y las cosas. Gallimard