Por qué necesitamos interseccionalidad

Fotografía de Navya Chintaman. Extraída de thevisiblewoman.org  


Bienvenidos. Hace un par de años y un mes escribí uno de los artículos de los que hasta la fecha me siento más orgulloso. Ese artículo nació de las inquietudes que me provocaba el 8M y el movimiento feminista, el cual yo observaba con interés, empatía y, por qué no decirlo, un cierto grado de desconfianza. Creo que en ese momento no supe ver que esta desconfianza me llevaba a buscar una imagen cómoda del feminismo que no me obligara a confrontar el impacto de otros factores como la etnia y la clase (factores de los que yo me he beneficiado de la misma forma que me he beneficiado de ser hombre). Dos años después, quiero renunciar completamente a esa comodidad y compartir mis reflexiones con vosotros. No serán novedosas para personas que hayan participado en el movimiento feminista más de cerca, pero son las cosas que, quizás, yo habría necesitado oír hace un par de años, cuando creía que mantener una postura equidistante tenía el mismo valor que profundizar en verdades incómodas.

 

Creo que no entendí todas las implicaciones del feminismo hasta que cayó en mis manos un libro titulado Por qué el feminismo es para todos, de la activista Bell Hooks. En su libro, ella define esta ideología como “un movimiento para acabar con el sexismo, la explotación sexista y la opresión”. Acabar con el sexismo ya me lo imaginaba, pero la idea de acabar con la “opresión” (así, en general, sin ninguna otra etiqueta) es la que más me llamó la atención. En su momento pensé que esta no era una buena forma de proceder, y que quien intenta ayudar a todos acaba no ayudando a nadie. El feminismo tiene que centrarse en las mujeres y punto. Esa era mi posición, y así la expresé en mi artículo. 

 

Creo que no entendí el significado de esta frase hasta que descubrí el concepto de “interseccionalidad”, popularizado por la académica Kimeberlé Crenshaw. La página de Wikipedia en inglés nos dice que la interseccionalidad es “un marco analítico para entender cómo los aspectos de la identidad política y social de una persona se combinan para crear diversos modos de discriminación y privilegio”. ¿Qué significa eso? Nuestra identidad “social y política” está formada por un conjunto de aspectos cambiantes que incluyen nuestro aspecto físico, nuestra edad, nuestro género, nuestro idioma, nuestra orientación sexual, y muchos otros. Dependiendo del entorno y de la combinación de estos aspectos, una persona puede estar sujeta a un conjunto de expectativas muy diferente. En el artículo que mencionaba antes hablé de cómo amigas mías estaban expuestas a juicios de valor limitantes por el hecho de ser mujeres. La interseccionalidad coge este simple análisis y lo multiplica por veinte, aspectos positivos y negativos mezclándose a la vez, alterando sus implicaciones cuando se entra en nuevos entornos. Complejo, pero, en mi opinión, un fiel reflejo de la interconectividad de la vida real. 

 

Con el tiempo, descubrí por qué Hooks había incluido esta idea de acabar con la opresión como objetivo general: cuando se ha perseguido una causa progresista de forma ciega, los éxitos de estos movimientos han perjudicado a otras personas vulnerables de forma imprevista. Por ejemplo, a finales de los sesenta, el movimiento por los derechos civiles de Estados Unidos estaba empezando a coger fuerza, lo que acabaría llevando al fin de la segregación en el mundo laboral. Para evitarlo, muchos empleadores tomaron la decisión de contratar mujeres blancas para cubrir estos puestos en el mercado de trabajo. Así, una de las principales reclamaciones feministas del momento en los Estados Unidos (integración de las mujeres en el mercado laboral) fue usado para reforzar la discriminación de otro grupo de personas.

 

En un ejemplo más actual (aunque no estrictamente del movimiento feminista), la normalización de las personas LGTBI ha llevado a una curiosa alianza entre algunos miembros de este colectivo y grupos de extrema derecha para construir una posición contra la “colonización musulmana de Europa”. El punto que une a estos improbables aliados es la narrativa de que los musulmanes tienen la voluntad y la capacidad de subvertir nuestra forma de vida e implementar una teocracia islámica rigurosa, anti-blanca, anti-liberal y, desde luego, anti-gay. Esto no sólo crea una sospecha automática sobre toda persona que venga de una comunidad musulmana, sino que invisibiliza los avances positivos de la lucha feminista y LGTBI en estas comunidades, que están ahí, aunque aún quede mucho trabajo por hacer.

 

Las mujeres no son entes independientes de su propia comunidad. Aunque la “situación de las mujeres” mejore, si las comunidades afroamericanas, musulmanas o de bajos ingresos sufren, las mujeres de esa comunidad sufrirán con ella y el feminismo estará traicionando su misión. Puesto que el feminismo nació para enfrentarse a la discriminación por género, tiene en su ADN una profunda aversión por todas formas de discriminación arbitraria como el color de piel, la religión, el lenguaje o el lugar de origen. Defender el empoderamiento de la mujer y no analizar nuestros prejuicios racistas o clasistas es tan inútil, y tan cruel, como dar agua a una persona que no tiene un recipiente para beber (y luego cobrarle por el agua).

 

Las personas que se consideran feministas y que tienen la tremenda fortuna de ser privilegiados en su entorno tienen que evitar deslizarse hacia la complacencia. Nuestras acciones y nuestra ignorancia tienen la capacidad de seguir perpetuando situaciones que perjudican a grupos mucho más vulnerables que nosotros. Puede que esto sea una tarea tremendamente difícil, y puede que sea un proceso de ir aprendiendo a base de equivocaciones constantes. Pero no es una cuestión de comodidad, sino de deber. Es nuestra responsabilidad como personas privilegiadas y, especialmente, como feministas. Es hora de dejar de aprovecharnos de nuestros puntos ciegos para hacer la vida más difícil a otras personas.


Por Javier Díez