Pactar la educación: un manual para politicos

o   ¿Cuál es la mayor dificultad que encontramos a día de hoy cuando tratamos de mejorar el sistema educativo? 

o   ¿Por qué surgen tantas discrepancias a la hora de afrontar los cambios pertinentes?

o   ¿Qué tipo de enfoques necesita una sociedad sumida en la era de la informática y la sobreinformación?

o   ¿No deberíamos empezar a sustentar el esfuerzo sobre una base de curiosidad e interés, y no sólo de imposición vertical ejercida por padres y profesores?

 

«Sólo sé que no sé nada»

La educación que recibimos y la cultura de la que formamos parte nos confieren una visión del mundo. En su mayoría, estas creencias o visiones del mundo son pactos entre individuos que permiten la convivencia y la cooperación. Pactar la educación es pactar qué visiones del mundo son más acertadas o útiles para el ser humano. Esta parece ser una de las razones que mejor explica el inmovilismo en educación. Resulta complicado alterar uno de los mecanismos más útiles para la transmisión de valores y creencias. O, más concretamente, resulta muy complicado que grupos sociales y políticos con visiones del mundo muy dispares se pongan de acuerdo en cómo ha de ser alterado ese mecanismo. Se hace referencia de forma asidua al interés de las altas esferas de mantenernos ignorantes y sumisos mediante la educación. Aunque son tentadoras, este tipo de explicaciones simplistas no buscan soluciones y generalmente se limitan a crear un ambiente de queja e incrementar la confrontación entre grupos sociales. Además, para mantenernos ignorantes y sumisos ya tienen las redes sociales.

He escogido esta paradójica frase del inmanente Sócrates porque es una declaración de intenciones -de las suyas y de las mías. Con ella el filósofo nos educa. No pretende dar información, sino que muestra una actitud frente a la vida. Reconoce que no existe la certeza absoluta y que todo conocimiento debe partir de la humildad del individuo frente al mundo. Aunque se han hecho grandes esfuerzos por llegar a la verdad absoluta, ni la filosofía, ni mucho menos la ciencia, han logrado tal proeza por el momento. En el acto de escribir, nombrar o pensar las palabras ya demostramos saber algo más que “nada”. Pero ¿tiene trascendencia la palabra? Es decir, ¿existe el conocimiento más allá de la coherencia lógica que da soporte a los lenguajes?

Estas y otras muchas concepciones del conocimiento y la cultura son consustanciales al proceso de enseñanza. Por suerte, en nuestras sociedades tenemos un gran número de creencias pactadas. Quedan algunas, importantes, que se siguen debatiendo y luchando en parlamentos y bares. Son algunas de estas creencias, bien seleccionadas, las que debemos pactar con urgencia para que el cambio en la educación se pueda dar sin desestabilizar la sociedad. O, según están las cosas en este pujante siglo XXI, estabilizarlas.

 

«Como una tábula rasa»

Para identificar aquellos valores que debemos pactar, hablemos primero de la educación, de su labor y de lo adquirido frente a lo innato.

Lo que existe, lo que sucede, nunca es lo dado, pero tampoco es un mero constructo. Se trata de una indivisible combinación entre causas y posibilidad. La base genética (lo innato) se funde en un apasionado abrazo con el contexto material en el que se desarrollan sus procesos (lo adquirido). En el ser humano, este contexto material es, además, un contexto cultural. Digamos, para entendernos, que somos una tábula rasa en la que escribir de cero nuestra existencia. La tabla tiene forma circular o rectangular, es dura o blanda (genética) y mientras escribo sobre ella puede estar lloviendo o puede que no tenga luz o quizás se me rompa el punzón al empezar a marcar la cera (lo material). Pero es que, para escribir sobre esta tabla, necesito un lenguaje con lógica y semántica, una estética para decidir el tipo de letra e incluso una ética para tomar decisiones sobre aquello que he de escribir (lo cultural). La educación se encarga, por tanto, de ofrecer un entorno material propicio para la transmisión de lo cultural y el potenciamiento de lo innato.

 

«Quod natura non dat, Salmantica non præstat»

Me regalaron recientemente una mascarilla que lleva escrito en grandes letras barrocas este proverbio latino: lo que natura no da, Salamanca (es decir, la universidad) no lo presta. Aunque ya lo conocía, agradezco enormemente su llegada a mi vida. La mascarilla es práctica, bonita, y, por si fuera poco, me hace reflexionar sobre uno de los temas que me interpelan con mayor fuerza: la educación. Este lema tan curioso me hace volver una y otra vez sobre la idea de colegio, universidad, y me invita a recordar todas aquellas cosas que no se “prestan” en estos centros. Inteligencia, memoria, empatía, visión espacial… ¿Serán quizás talentos, y por ello sólo natura los puede dar o, más bien, condiciones materiales y culturales del individuo? ¡Ajá! Falacia por falsa disyunción. Como comentábamos en el párrafo anterior no se puede concebir lo natural como algo puro e inalterable, sino como unas características en potencia, dependientes del ambiente. Serán entonces las capacidades innatas bien identificadas y potenciadas, las que den lugar a habilidades prácticas que permitan enfrentar el mundo. Y recordemos que es esta, y no otra, la finalidad de la educación obligatoria. Hacernos libres, autosuficientes y capaces para la convivencia.

Aunque nos costó aceptar que el ser humano era una especie más entre los seres vivos, todavía nos resulta poco intuitivo aceptar que la cultura, la tecnología, las ciudades, el asfalto… forman parte de lo natural. Así pues, aunque es cierto que la palabra naturaleza tiene connotaciones de “lo no humano”, en términos estrictos, la naturaleza es todo lo que nos rodea. Cada piedra, brizna de aire, hormiga, hormigón y ordenador. De esta forma, la frase de mi mascarilla se convierte en una tautología que no aporta más información que la frase “Lo que natura no da, natura no presta.”

Una forma mucho más interesante y sugerente, sobre la que os animo a pensar, es la inversa: “Quod Salamantica non dat, natura non prestat”.

 

«La letra, con sangre entra»

Ved pues, que aprender no es sólo retener información o resolver ecuaciones. Me dirán: “Por supuesto que no. El esfuerzo y el talento del individuo son claves en su educación. Cuanto más se esfuerce, más aprenderá.” Y yo no lo negaré, pero estaremos obviando algunas de las cuestiones más importantes. La pregunta es: ¿qué debemos transmitir a los jóvenes para que lleguen a ser adultos independientes con pensamiento crítico y valores morales?

La cultura del esfuerzo genera individuos muy altamente cualificados, pero también altamente insatisfechos. Ha de existir una cultura del esfuerzo distinta que, en vez de competitividad, depresión y ansiedad, genere ilusión por aprender y compañerismo. No se trata de elegir unas asignaturas frente a otras. No necesitamos ningún texto o disciplina en concreto, ya que todas pueden resultar provechosas llegado el momento. Lo que hemos de transmitir, de forma general, impregnando todos los niveles educativos y todas las ramas de la docencia, es una actitud frente al conocimiento. Una actitud de curiosidad. Una visión del proceso de aprendizaje como fin en sí mismo, además de como medio útil para aprobar exámenes o acceder a un puesto de trabajo. Este es el punto clave a tratar, de forma que el esfuerzo realizado sea una apetencia propia y no una imposición aburridísima.

Argumentar sobre la importancia de aprender matemáticas y lengua puede resultar complicado cuando se trata con estudiantes de primaria y secundaria. Generar una predisposición positiva frente al proceso de aprendizaje podría ayudar a aliviar el sufrimiento cada vez más temprano que sufren los niños y niñas ante los exámenes y los deberes. Apoyando esta idea, existen numerosos estudios que señalan a la curiosidad como motor del aprendizaje y a la ansiedad como gran impedimento para el mismo. Además, estas cualidades van a ser cada vez más relevantes en un entorno educativo deslocalizado y digital, en el que la facilidad para acceder al conocimiento pone un gran peso en las ganas de aprender de cada persona.

En muchas ocasiones, esta visión del mundo se transmite en casa, con la familia, y se le presupone al alumnado. Aquella persona a la que en su casa no le han enseñado los placeres de la lectura, cuando llega al colegio y es obligado a leer libros extraños y antiguos se siente ignorante, aburrido y obligado a hacer algo que detesta. Mi deseo no es que todas tengamos una gran pasión por la literatura, sino que todas tengamos una gran pasión por conocer el mundo y se nos den razones para ello. ¡Pero de forma sistemática desde los centros educativos! No sólo porque tengamos suerte con la familia o los profesores que nos tocan.

Quizás parezca una solución difusa y muy ambiciosa, pero creo que cambiar la actitud frente al objetivo de la enseñanza puede ser el gesto que desbloquee la situación actual. Se trata de una visión de la educación en la que podemos coincidir personas con creencias e ideologías muy diferentes. Una nueva forma de afrontar el cambio que nos permitiría ponernos de acuerdo en medidas concretas. Elementos como el idioma de las clases, el enfoque histórico, la importancia del latín o el método de calificación seguirán siendo controvertidos, pero perderán importancia frente a este enfoque general, de tal manera que será más fácil generar mayorías políticas y sociales. 

Por lo pronto se me ocurren: evaluar a los profesores según la satisfacción del alumnado; generar espacios en los que pactar, entre alumnos y profesores, las metodologías que mejor se adecuan a ellos; novedades en la rutina para mantener el interés (de alumnado y, sobre todo, de profesores); trabajos menos acotados en los que la elección del tema o del formato queden a elección del estudiante… Incluso, puestos a pedir, campañas de comunicación para poner en valor la enseñanza y la figura del profesor. Estas y otras muchas medidas concretas que habría que pensar, debatir y cuestionar son las que podrían surgir del nuevo enfoque.

En cualquier caso, esto que os cuento no es nuevo y, antes que yo, lo han dicho muchas personas. El refranero español contiene entre sus letras un profundo conocimiento. En él, miles de individuos anónimos nos hacen llegar a través de los siglos sus visiones del mundo y su experiencia. Por eso muchos consideramos que también los refranes nos enseñan.


 “El que desea aprender, muy cerca está de saber.”


Por Juan Cabrera