Abrir la senda

Una de las preguntas más interesantes que me surgieron cuando era pequeño fue la de cuestionarme cómo se formarían los caminos. Machado me habría contestado muy amablemente que el camino se hace al andar, pero en aquel momento no tenía el placer de conocerle, con lo que no pude recibir su precioso consejo. De modo que comencé a dar vueltas a aquella cuestión que tanta curiosidad me producía. En un primer momento, imaginé a cientos de hombres armados con azadas, que muy voluntariosamente despejaban la senda, pero aquella idea no llegó a convencerme. Tiempo después, decidí interrogar a alguien de mi familia a este respecto. La respuesta que recibí me resultó asombrosa; los caminos no habían sido construidos a conciencia por un grupo de personas resueltas a establecer una ruta, sino que más bien se habían ido ensanchando a medida que la gente había pasado por allí. Aquello era algo increíble, algo que ni siquiera podría haber imaginado. Cada una de las pisadas provocaba que las plantas bajo la suela de los paseantes fueran muriendo poco a poco, llegando a formar un curso, una vía, un camino despejado que era tomado por todo aquel que cruzaba esa parte del bosque. 

Este descubrimiento pronto despertaría nuevas preguntas, que me conducirían a ser una persona completamente fascinada por la manera que tiene el ser humano de incidir en el mundo, de crear caminos que lo surcan. Pronto me daría cuenta de que dicha intervención en el entorno no era particular a la humanidad, sino que también podía ser causada por el resto de animales. No fue complicado descubrir esto, pues me bastó con fijarme detenidamente en las hormigas. Ellas construían caminos tan bien delimitados como los nuestros, que se despejaban con el ir y venir de sus patitas. Algo más tarde asumiría al fin que el ser humano, como parte de ese reino animal, pertenece igualmente al medio natural, es decir, pertenece a ese mismo mundo que modifica. Por aquel entonces llegué a un punto difícil de superar, pues había alcanzado la conclusión de que la humanidad, como parte de un todo, no cambia el mundo, sino que lo caracteriza. Me pregunté entonces por qué se dice que el ser humano, por su modo de vida, modifica la naturaleza, mientras que se considera que lo que hace el animal no constituye un cambio en el medio. Esta duda me surgió porque, según lo que yo había entendido, una intervención en el medio era aquella que lo modificara, por lo que caía en la misma clasificación tanto lo que hacía el ser humano al construir una presa como lo efectuado por el águila al formar su nido, y no solo era esto, sino que cualquier acción de un ser vivo, por insignificante que fuera, producía un cambio en el exterior. Esta es la pregunta que ahora quiero responder. Pretendo encontrar la razón por la que nuestra acción es considerada artificiosa y perjudicial, mientras que se clasifica como natural la del resto de integrantes del medio.

Si queremos llegar a entender esta diferencia entre los seres humanos y el resto de animales, es necesario examinar las conductas no humanas que producen las transformaciones más palpables en el entorno, pues de esta manera podremos empezar a investigar qué es lo que las distingue de las que sí son propias de los seres humanos. De nuevo, veo apropiado hacer referencia a las hormigas, pero en este caso a una especie muy concreta cuyo comportamiento es de los más espectaculares dentro del reino animal. Me refiero a las hormigas cortadoras de hojas, que habitan el centro y el sur del continente americano. Este insecto es considerado un animal eusocial. Los animales eusociales se organizan en colonias, que poseen intrincadas estructuras sociales en las que se da una división del trabajo. Esta distinción social no solo las separa según su ocupación, sino que también lo hace según sus características físicas; mientras que existe una sección de la colonia que tiene capacidad reproductora, otro gran grupo es incapaz de realizar esta función.

Os preguntaréis a qué se debe este interés repentino en las hormigas y en su forma de organizarse. Pues bien, la eusocialidad es una forma de organización social que permite la creación de las mayores colonias animales. Esto provoca que su acción en el medio natural sea especialmente notable, llegando a ser mucho más determinantes para su entorno de lo que cualquier otro organismo pudiera serlo por sí solo. He querido referirme a las hormigas cortadoras de hojas, de entre todas las especies eusociales, por una característica que las hace únicas. Esta especie puede considerarse como la primera de la historia en practicar la agricultura, desde hace alrededor de 50 millones de años, es decir, mucho antes que el ser humano. Las hormigas de esta especie recolectan trocitos de hojas, pero no los emplean como alimento, sino que los llevan al nido para cultivar hongos, que son en realidad la única comida de la que se nutren. Esta actividad tan particular y aparentemente extraña en un insecto las ha llevado al éxito evolutivo, pues obtienen muchos más nutrientes a través de los hongos de lo que podrían adquirir con otra dieta.

Lo que a nosotros nos interesaba en este caso, y aunque parezca que lo hemos dejado a un lado, es la intervención de los organismos en el medio natural, y es que es evidente que la acción de las hormigas cortadoras de hojas determina plenamente su entorno. El hongo del que se alimentan ya no existe fuera de sus nidos, pues ha llegado un punto en que depende completamente de la intervención de las hormigas. El efecto de su actividad ha llegado a ser tal, que este hongo ha proliferado muchísimo más de lo que se podría haber esperado, gracias a la curiosa técnica de sus cuidadoras.

Quedan ahora por analizar las razones por las que la actividad humana suele ser considerada perjudicial y antinatural, mientras que comportamientos como los de las hormigas cortadoras de hojas se observan como conductas naturales al medio. En primer lugar, cabe señalar que una de estas razones ha sido la tradicional visión de la humanidad como una especie perteneciente a un ámbito distinto al del resto de los seres vivos. Se consideraba evidente que el ser humano tiene alma y que el resto de organismos carece de ella, lo que proporcionaba un factor de diferenciación entre nosotros y el resto de animales. De hecho, ni siquiera nos considerábamos animales, sino que creíamos pertenecer a una esfera superior. A día de hoy, estas afirmaciones son algo más controvertidas, pero esta clasificación que nos separa del resto de la vida ha calado en nuestras sociedades, con lo que el error de incluir al ser humano y su conducta en una categoría distinta es lo que puede habernos llevado a entender nuestras acciones como antinaturales.

Sin embargo, esto no explica por qué se considera que la acción humana es perjudicial para el medio natural. Para poder comprenderlo, tenemos que atender a la manera en que evoluciona nuestro comportamiento, y al modo en que, desde que apareció la vida en la Tierra, se han producido las mayores extinciones. Desde los últimos milenios, el ser humano ha sufrido algunos de los cambios más rápidos y determinantes de la historia de la vida. Mientras que la mayoría de las especies tarda millones de años en modificar su conducta y sus características, el ser humano posee un dispositivo evolutivo que le permite modificarse a sí mismo y modificar su entorno de una manera mucho más rápida. Me refiero a la cultura, que al pasar de generación en generación va ampliándose cada vez más, facilitando la aparición de dichos cambios y convirtiendo al ser humano en una especie flexible. Es precisamente esta velocidad en la transformación de su comportamiento lo que a su vez provoca las mayores transformaciones en el medio natural. Como he señalado hace un momento, también hemos de fijarnos en las amenazas a la vida, pues al analizar las extinciones masivas que ha sufrido el planeta nos damos cuenta que estas han sido provocadas en su mayoría por cambios bruscos y estructurales. ¿Y en qué se parecen la caída de un meteorito y la invención de la máquina de vapor? Su parecido reside en que ambos hitos introdujeron cambios bruscos y estructurales. Al comparar estas eventualidades con el cambio en el comportamiento de las hormigas cortadoras de hojas para basar su alimentación en la agricultura, nos damos cuenta de que existen grandes diferencias. El periodo que tomó a esta especie llegar a comportarse de tal manera fue mucho más lento que el de los cambios en los humanos. Esta modificación en su conducta no tomó unos pocos cientos de años, sino que duró millones de ellos hasta establecerse como la ventaja adaptativa que para ellas es a día de hoy.

Creo que, ahora sí, podemos cumplir con el objetivo que nos habíamos planteado, que consistía en explicar por qué la intervención del ser humano en el medio era considerada como perjudicial y antinatural. La manera en que se comporta la humanidad responde a sus ansias de supervivencia, que vehiculan el comportamiento de todo ser vivo. En ese sentido su conducta es natural. Sin embargo, ha construido para ello un dispositivo de información al cual llama cultura, que ha ido ampliando poco a poco al sumar nuevos elementos y relacionarlos con los antiguos. No es que ello sea antinatural, pero sí es particular al ser humano y le ha servido para enfrentarse a numerosas amenazas, que ha combatido con éxito casi siempre. Ahora, se da cuenta del peligro que comporta su facilidad de adaptación. Esa flexibilidad, que le ha permitido modelar la naturaleza según sus intereses, corre el riesgo de acabar siendo su perdición. El medio está siendo expuesto a una serie de cambios acelerados que lo están desequilibrando por completo, dañando las condiciones de vida de todos los organismos, incluidas las del propio ser humano. En ese sentido, podemos decir sin miedo a equivocarnos que la naturaleza está sufriendo a nuestra costa y que hemos llegado a infringirnos daño a nosotros mismos.

Ahora me doy cuenta que de aquella manera de hacer caminos que tanto me asombró en un principio, ya queda poco. Para bien o para mal, los caminos de nuestro tiempo, hechos de asfalto y raíles, no se han formado por el ir y venir de las generaciones, sino que han sido construidos a conciencia, en un periodo de tiempo exageradamente corto. Al haber creado nuestra propia senda, hemos diseñado un cambio que desestabiliza nuestro alrededor. Puede que sea hora de tomar responsabilidad de nuestros actos. Si no es por empatía con el resto de seres vivos, quizá debamos cuidar el medio por nuestro propio bien, pues aún estamos estrechamente ligados a él, y es que el ser humano no está en un ámbito distinto de la realidad, sino que pertenece a esa misma naturaleza que atenta con destruir.


Por Jaime Cabrera González