Un precio demasiado alto



Cuando mi abuela, nacida en 1922, era niña, hablar abiertamente de dinero era una falta de respeto. Se camuflaba de mil formas distintas la palabra: honorarios, liquidez, lo debido… cualquier forma que supusiese no tener que mencionar el término. Esto, al igual que muchas otras cosas, era casi considerado ordinario, y tenía su razón de ser. No digo que tener o no tener dinero no fuese algo relevante, pero desde luego la valía de un hombre no se cuantificaba en pesetas. Todavía recuerdo a algunas personas mayores de pueblo hablando de alguien que ya ha muerto, recordando cuánto valía su palabra como garantía en un negocio. Las generaciones actuales no tienen descendencia porque no tienen con qué mantenerla, porque nos hemos acostumbrado a que un nivel de vida decente siempre debe ser alto, y que nuestros hijos vivan peor de lo que lo hemos hecho nosotros nos parece indecente. Me hubiese gustado saber qué opinión tendrían de esto esas familias que tenían tantos hijos como Dios había previsto, que sabían que la norma era compartir lo que hubiese, aunque fuese poco y no quejarse si faltaba de nada. Por encima de todo eso estaba la familia, el respeto y el cariño.

Es curioso cómo pueden cambiar las cosas en un par de generaciones, y no hablo sólo a nivel superficial. Un texto anónimo que descubrí hace no mucho en un foro lo describía de forma muy acertada “Salimos malcriados. Los zurcidos quedaban en vuestros calcetines, en los abrigos a los que dabais la vuelta para alargarles la vida. Salimos blandos para la contrariedad. Nos quisisteis tanto que nos hicisteis débiles.” Y como nos acostumbramos a que la buena vida era eso, las propinas para comprar chuches, los trajes de estreno y los regalos de los Reyes Magos, acabamos pensando que la felicidad se compra con dinero. Como ya he mencionado en alguna otra ocasión, somos la generación más moral de la historia, pero la que menos valores tiene.

Por desgracia, el Occidente que crearon nuestros antepasados, fundado sobre los valores del humanismo cristiano, aquel en el que vivieron los intelectuales de la Revolución Francesa y la Declaración de Virginia, el que presenció la caída de los regímenes comunistas y se prometió tras dos Guerras Mundiales que jamás volvería a ser tan inhumano, tiene firmada su sentencia de muerte. Las palabras como familia, dignidad, respeto, honor, integridad o nación se han vuelto términos difusos y vacíos de significado. Y lo que ocurre cuando una sociedad pierde sus antiguas referencias, sus antiguos valores, es que un nuevo ídolo tiene que llenar el vacío que estos han dejado, y en este caso, por desgracia, va camino de ser verde y de papel. Es lo único que nos queda y no debemos olvidar que sólo mantiene a salvo por un rato.

Recordará el lector el caso Bosé donde expliqué mi opinión acerca de contratar a una mujer como incubadora humana para poder comprar un hijo. Pero esta no es la única situación que roza lo absurdo. Michael J. Sandel pone algunos ejemplos que ilustran la gravedad del asunto: ¿sabían ustedes que, por solo 700 dólares, se puede alquilar un espacio publicitario en la frente de una persona? Además, por solo 7.500 dólares, podrán contratar una cobaya humana para probar la seguridad de sustancias farmacéuticas. Un mercenario para combatir en Somalia o Afganistán puede costar entre 250 y 1.000 dólares, según la cualificación y experiencia que tengan. ‘Si es usted obeso, pierda seis kilos en cuatro meses a cambio de 300 dólares’. ‘Compre el seguro de vida de una persona enferma, pague las primas anuales mientras viva y obtenga los beneficios: ¡Potencialmente millones!

Aunque pueda sonar a guasa, tenemos ejemplos mucho más cercanos y no menos preocupantes. No creo que a nadie dentro del mundo de la enseñanza, o que simplemente continúe viendo el telediario, le resulte ajeno el mercado que se ha creado durante la pandemia para hacer exámenes online: el alumno contacta con un tercero que apruebe su examen por él, y en función de la nota resultante se acuerda una tarifa. El Confidencial publicaba en 2018 “Las escuchas a Sandro Rosell desvelan la compra de un hígado ilegal para Abidal”.  ¿Es esto libre mercado? ¿El mercado se autorregula? ¿Somos los integrantes de este mercado los que ponemos nuestros propios límites?

Se podrá decir que mientras haya un consentimiento entre dos adultos que sepan lo que hacen no debe haber nada ilegal. Que mientras exista un sujeto dispuesto a vender y otro dispuesto a comprar, interferir en sus operaciones es algo injustificado. Pero esto nos lleva a una conclusión clara: los derechos se compran con dinero. Ya nada tiene un valor en sí mismo, sino que el precio se lo pone el mercado. Por eso hablar de dinero ya no es soez, porque tenerlo significa comprar felicidad. Hemos despojado todo lo que era bueno por si mismo de su valor inherente. Formar una familia, tener salud, la dignidad, la integridad física, son cosas que nuestros abuelos sabían que no tenían precio, porque con todo el dinero del mundo no se podría pagar lo que valen. Pero para una sociedad que ha perdido el norte, todo es cuantificable.

Y cuando llega el momento de buscar culpables, nadie queda fuera del dominio del dedo acusador. En un mundo con una política enferma, tampoco podemos esperar protección de a quienes ciegan sus ambiciones económicas, sin importar el bando que representen. Por desgracia, el pueblo también es negocio para populistas de todo signo, aunque la ceguera nos impida verlo. A la hora de dar la cara por unos principios cada vez más translúcidos, parece que no queda nadie. Muchos de los valores de la generación para la que los inviernos duraban todo el año, la que vivió guerras y posguerras, la de los zapatos llenos de agujeros y el puchero en la mesa todos los días del año, morirán con ellos.

A nosotros, ebrios de másteres y de titulaciones, nos viene grande el papel de la responsabilidad. Por eso nos cuesta tanto asumir este viraje tremendo de la convivencia a nivel mundial en el que fracasan nuestras reglas egoístas de mirar cada cual por lo suyo y, si se puede, robar al vecino más indefenso.”

Es cuestión de tiempo que esta corriente se haga insostenible y explote. Citando a Pérez-Reverte, la historia no se soluciona sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos. La única esperanza que nos queda es que sepamos abrir los ojos a tiempo y cambiemos el peso de la importancia que le damos a las cosas antes de que sea demasiado tarde.

 

Por María V. Pitarch