El precio de una infancia

 


Salta a la vista que la sociedad de nuestros días se caracteriza esencialmente por su diversidad. A lo largo de los últimos setenta años, encontramos muchísimas novedades en materia de derechos individuales, y una diversificación en las formas de actuación y de convivencia. Somos una sociedad más abierta que nunca, en la que la libertad y el libre desarrollo de la personalidad imperan sobre cualquier otro valor, dando cabida a miles de formas de vida que antes serían impensables. 

Una cuestión, a mi juicio, revolucionaria en el ámbito de la libre determinación del individuo, ha sido la apertura de la institución matrimonial al colectivo homosexual en España y otros países occidentales. Hoy en día, la familia ya no es solamente la formada por papá, mamá y niños, sino que surgen muchos nuevos modelos de convivencia que se basan más bien en el afecto, dejando a un lado el tema de la procreación natural. Haciendo un breve resumen del panorama jurídico nacional, se puede concluir respecto del nuevo artículo 44 del Código Civil que, junto con la reforma de ley que admite la apertura del matrimonio a parejas del mismo sexo, se permite también la adopción conjunta por estos. Las opiniones acerca de esta segunda cuestión han sido muy diversas, concluyéndose que se debe determinar la idoneidad de los adoptantes en cada caso concreto, al igual que en todos los procesos de adopción. Lo que no se ha de perder de vista, al margen del sexo de las parejas que soliciten adoptar a un niño, es que el interés del menor tiene que estar siempre por encima de los deseos de los adoptantes, ya que se trata de dar a un niño una familia, y no a una familia un niño.

Precisamente es ese el tema que nos ocupa hoy. Últimamente un caso peculiar ha saltado a la prensa sensacionalista. No creo que a estas alturas le sea ajeno a nadie el nombre de Miguel Bosé, ya sea por el pifostio generado a raíz de las mascarillas o por el caso que vamos a tratar: el de sus hijos. Para poner en situación al lector, la situación es la siguiente: Miguel Bosé y su pareja, Nacho Palau, decidieron formar una familia mediante la contratación de una mujer en el extranjero para que les hiciese de vientre de alquiler. De dos mujeres diferentes nacieron dos parejas de gemelos, por un lado, Diego y Tadeo, hijos de Bosé con una primera mujer y por otro lado Ivo y Telmo, hijos de Palau con otro vientre contratado. Los cuatro se llevan siete meses de diferencia, y durante ocho de los diez años que tienen, han convivido como una familia los seis juntos.

Aunque desde luego es una opinión personal y habrá quien pueda diferir, las circunstancias de su nacimiento ya de por sí se consideran algo muy grave, pues no se puede comerciar con niños como si fuesen productos, aunque algunas legislaciones extranjeras lo admitan. Estos menores jamás conocerán a la madre que los gestó, ya que era una simple intermediaria en un contrato de compraventa de una persona.  En un mundo en el que cada vez todo es más relativo puede cuestionarse la moralidad de esto, pero dejaré este juicio a la voluntad del lector, ya que no es el tema que discutiremos aquí.

Tras la ruptura de la pareja, se separó a los gemelos, haciéndose cargo cada padre biológico de los que procedían de su estirpe y privándoles de la convivencia con los niños con los que se habían criado durante la mayor parte de su infancia. Bosé estableció su nueva residencia en México y su expareja se quedó en España. Inicialmente se intentó llegar a un acuerdo, en el que Palau quiso que se reconociese que, aunque biológicamente no lo sean, esos cuatro niños son hermanos, e hijos de ambos padres en la práctica. Miguel Bosé admitió que los cuatro niños viviesen juntos mientras no se los reconociese como hermanos, siempre y cuando los criase este último.  

Al margen de que la sentencia haya estimado o desestimado las pretensiones de Palau, es necesario hacer una reflexión de lo que esto supone y supondrá en un futuro cuando vuelva a plantearse una situación similar. No se puede escribir sino desde la tristeza por lo que estos cuatro niños, están teniendo que sufrir sin ser responsables de nada.

Esos niños nacen ajenos a la situación en la que fueron traídos al mundo, y caen en el seno de una familia con dos padres en la que se encuentran que tienen dos hermanos más. Cuando son bebés, juegan juntos en la guardería, se protegen los unos a los otros y se consuelan cuando lloran. Según van creciendo, se ayudan con los deberes, se convierten en confidentes y compañeros de aventuras. Comparten la ropa y los juguetes, se ríen y lloran juntos. Saben cuál es el color favorito de los demás, qué comida no les gusta y si por la noche tienen miedo si tienen que dormir con la luz apagada. En resumen: se quieren. Se quieren porque viven juntos, porque forjan un vínculo que, al margen de formalidades y de rencores entre sus padres, con nadie más se tiene. Y eso es lo que los hace hermanos. Me gustaría saber quién es el guapo que les va a decir ahora que no se son nada entre ellos.

Pero, como no podía ser de otra manera, tenían que llegar los adultos a arruinarlo todo. Cada uno con sus intereses egoístas, fundamentalmente económicos, corrompen todo lo bonito de la unión formada entre ellos, para sacrificarlo en aras de una cantidad de sucio dinero, camuflado bajo el nombre de ''pensión'', que seguirán representando el resto de sus vidas. Y como los niños significan dinero, poco importa lo que piensen o sientan mientras los adultos consigan lo que buscan, porque ellos saben mejor qué es lo que conviene a los hijos. Déjenme que les diga una cosa: que los mayores se maten entre ellos si es lo que quieren, pero dejen a los niños en paz.

Legalmente habrá quien cuestione que esto sea así. Que ninguno de los dos adoptó a los hijos del otro, que en ningún momento se comprometieron a nada con respecto a unos hijos que no les eran propios. Se dirá que considerarlos hermanos es una estrategia para conseguir dinero en función de quien se quede con su custodia. No niego que nada de esto sea verdad, pero en este momento no nos vamos a centrar en la situación de los padres, porque habrá quien esté mejor situado que yo para juzgar ese asunto. Lo que es evidente es que no se puede arrancar del lado de un niño a quien será su mayor apoyo durante el resto de su vida, su hermano. Separarlos supone el mayor acto de crueldad que se puede tener hacia ellos.

Desconozco si el lector compartirá mi experiencia, pero no conozco a ningún grupo de hermanos, biológicos o por adopción, aunque sean hijos de diferentes progenitores, que diga en voz alta ‘Estos no son mis hermanos’. ¿Por qué? Porque la realidad legal es una, pero los hechos pueden no corresponderla. Díganles ustedes a los niños que las personas con las que comparten su vida entera no son nada para ellos. Díganles que nunca fueron una familia, que la función prevista no era esa. Díganles que sólo forman parte de un paripé organizado por sus padres, que en ningún momento tuvo vocación de perpetuidad. Díganselo ustedes, porque, sinceramente, yo no sabría que responder si me preguntasen el por qué. 

Dejo al lector con una reflexión para finalizar: no todo vale. No se puede permitir que todo valga. No todo es relativo, ni el fin justifica los medios. Dejen de corromper casi lo único bueno y desinteresado que hay en el mundo: el amor de un niño. Porque el día que su inocencia se acabe, la humanidad estará perdida.


Por María V. Pitarch