¿Por qué mi habitación no se ordena sola?

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir...

                                   Jorge Manrique
                    Coplas a la muerte de su padre

El conocimiento del mundo o epistemología (cómo les gusta a los filósofos poner nombres raros a las ideas) se construye, hoy en día, sobre la sólida base de la ciencia. Esta es considerada, por ahora, la forma más precisa de describir el mundo. Sin embargo, en el artículo del mes pasado, me refería a las verdades más universales del ser humano mencionando el amor y la libertad, elementos que pertenecen en mayor medida al plano ontológico, aquel que trata de lo que es, y que difícilmente podremos definir de forma satisfactoria utilizando únicamente el conocimiento científico. Hallaríamos entonces una gran brecha entre lo que se conoce del mundo y lo que el mundo “es en realidad”.

En estas líneas que siguen, me dispongo a hablaros de un concepto clave para entender nuestra existencia y en el cual hunden sus raíces muchas de las narrativas (religiones, políticas, culturas) que pretenden dar sentido a la vida. Se trata del desorden o la entropía (cómo les gusta a los físicos poner nombres raros a los conceptos). Aunque se trata de una noción muy presente en el mundo microscópico y cosmológico y quizás la recordéis de vuestro paso por el instituto, todas tenemos experiencias evidentes de ella a diario. Yo, por ejemplo, cuando entro a mi habitación. En ese mismo momento me lamento del principio que rige nuestro universo y que nos condena a ordenar una y otra vez nuestras habitaciones. Y es que esta es la idea principal: todo tiende al desorden o, si lo prefieren, al aumento de entropía. Una forma fácil de entender por qué rige este principio, es calcular todos los posibles estados de mi habitación. Descubriremos que, mientras que para la proposición ”habitación ordenada” existen unos pocos estados, para “habitación desordenada” hay muchísimas más opciones. Tras mover objetos aleatoriamente de un lado para otro, la apariencia es siempre de desorden. Sólo en un número muy reducido de situaciones nos encontraríamos en una habitación ordenada.


En relación a esto se podrían contar tantos cuentos... Un castillo de arena abatido por las olas, una gota de tinta que difunde en un vaso de agua, un castillo de naipes derribado por un suspiro, la ineludible explosión de nuestro idolatrado sol dentro de unos cinco mil millones de años…Tomemos esta última idea para nuestro cuento. Pero sea la explosión solar el final, el spoiler: todos moriremos.
 
    Parábolas para el siglo XXI: El madroño centenario.

Aquí, donde yo vivo, hay un valle estrecho y frondoso por el que discurre entre noviembre y mayo un riachuelo alegre y juguetón. Siguiendo su curso en dirección ascendente, decenas de árboles llaman la atención. Altos olmos, un pino seco, el alcornoque más viejo que conozco, escaramujos y encinas. Pero, entre todos ellos, destaca un madroño que del río del sol y del aire lleva bebiendo más de doscientos años. Cuando tengo miedo, dudas o me duele algo y no sé qué es, me siento en su regazo o lo trepo hasta la copa y charlamos un rato. Como él es más viejo y sabio que yo, suelo callar y escuchar lo que él tiene que decir. 

Recuerdo una mañana nublada, como esta, en la que, estando yo tranquilo, me habló sobre la muerte. Como comprenderéis, no me habló con palabras, es un árbol, sino que sutilmente me señaló este o aquel lugar al que mirar, aquella o esta otra pregunta que zarandear. Es pues, que aquel día me señaló a lo lejos, más allá de nuestro valle, donde una columna de humo se elevaba hasta perderse en el cielo.

Comenzaba a intuir la lección del día. Tras doscientos años de vida, sería tan fácil como encender una llama bajo el tronco de mi amigo para descomponer en pequeñas motas de polvo, cenizas desperdigadas en el tiempo, lo que con tanto cariño habían creado el sol, el agua y la tierra. Entonces, una flor cayó de la rama al suelo, que estaba cubierto por miles de esas mismas campanitas blancas. Pasados unos instantes, una ráfaga de viento se llevó a puñados esta y muchas otras flores. Algunas cayeron en la obstinada corriente del riachuelo y se despeñaron junto al agua ladera abajo. 

Todo lo comprendí. Cómo lo raro sería ver una flor volver flotando a su rama. Cómo la dinámica caída del río no es misteriosa, sino que lo asombroso es su constante e inacabable flujo de agua. Cómo lo inexplicable es la vida y la muerte es sencilla e inevitable. Este es el mensaje que me dio el madroño centenario aquel día. 

Este verano ha sucedido algo. De su tronco hueco entran y salen avispones. Ya no me acerco a hablar con él; está bien acompañado. Todas sus enseñanzas han ido calando y ahora me enfrento al mundo sin su ayuda. Aun así, y ambos nos alegramos, todavía paso largos ratos observándolo. Vi un milagro el otro día. Una avispa recogió del suelo una flor y la hizo volar de nuevo hacia el árbol. ¡Eso es la vida!
 
Este pequeño relato lleva a tantas reflexiones como flores caen cada año de las ramas del madroño. (Trata ahora de seguir leyendo desde tu visión del mundo, y comprobar que lo que a continuación se propone es inherente a la existencia. Todas nuestras interpretaciones pasan por aceptar consciente o inconscientemente esto que sigue). Podríamos concretarlas todas en la famosísima frase que en el siglo XIX demostraron varios físicos a raíz de las propuestas filosóficas de Descartes o Leibniz: la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. A nivel universal, podríamos decir que la energía total siempre es la misma, pero hay un constante devenir en lo ordenada que se presenta esta energía: pasa de estar confinada en un punto (el Big-Bang, la gota de tinta) a ir dispersándose en el espacio. Estas diferencias en la cantidad de energía entre unos puntos y otros es aquello que mantiene el mundo en movimiento. Retomando el ejemplo, en nuestro sistema planetario, la energía acumulada en el sol disipa en forma de radiación (luz, calor) hacia los planetas. La homogeneidad energética (la difusión de la tinta en el vaso), a la que se estima llegaremos en un futuro muy lejano, tendría implicaciones curiosas, como pueden ser la muerte de nuestro universo y, en muchos sentidos, la muerte del tiempo.

Nos queda, entonces, -y esta es la pieza clave que vertebra y da cohesión al texto- la alegría de vivir. O en un lenguaje más concreto, el regocijarnos de nuestra extraña capacidad para generar estructuras ordenadas y que se adaptan a su entorno. Somos una rareza del cosmos, un "sumidero de entropía" compuesto por cada uno de los seres vivos que habitan este planeta. Pero, nunca mejor dicho: la cabra tira al monte y el río al mar. El ansia de crecimiento acelerado que agota los recursos del planeta nos devuelve a la norma universal. Corremos el peligro de exterminar la singularidad y diversidad de la vida. Al usar la naturaleza -darle un valor instrumental- olvidamos su valor intrínseco. Sucede entonces que, aquello que tanto tiempo y esfuerzo supone a la naturaleza, lo estamos gastando y destrozando de un día para otro.

Llevamos mucho tiempo habitando este planeta y, por suerte, hemos generado herramientas para cuidar de lo que es y que algún día dejará de ser. Son, entre otras, la espiritualidad, que mira al interior para descubrirse parte de un todo, o la ética, si somos capaces de extenderla a nuestra relación con todo aquello que nos rodea. 

Saber que no podemos conocerlo todo, que el saber es limitado, nos hace humildes. 

Saber del milagroso evento de la vida nos habría de invitar a cuidar de ella. 

La contingencia de la vida y la duda sobre lo que puede ser conocido con certeza ha de ser un incentivo para la vida compartida y no degenerar en un nihilismo del yo. 

Espero que esta mezcla de términos filosóficos, científicos y poéticos permita vislumbrar el porqué de aquella intuición que propuse hace un mes: que mi verdad más universal es el amor. Y que, entonces, puedo describir el amor como la materia dándole un sentido a la materia.


Por Juan Cabrera