Parábolas para el siglo XXI: El ciego encadenado

Dice Antílopez en una de sus canciones que “la verdad na´ mas que es una. Si no te gusta, pues la tiras.”

Para acercarnos a esta idea de Verdad Universal la filosofía, la ciencia y la religión llevan años buscándose las vueltas las unas a las otras. Desmintiendo, dudando e incluso atacando las verdades ajenas. Personalmente, desconfío de las verdades cuando no aceptan crítica, cuando son lo que son y evitan las preguntas. Quiero decir, que, para mí, cualquier verdad lo es en un momento y un contexto determinado. En otro lugar, pasado el tiempo, esa realidad puede tener otra forma, cambiar lo suficiente y trocar en mentira lo que antes era una certeza.

Una de las formas más comunes de aproximarse a las verdades han sido siempre los cuentos. Relatos que desde uno u otro sector del conocimiento se lanzan al pueblo para que este reflexione y comprenda conceptos como el amor de Dios, la atracción de los cuerpos o el mundo de las ideas. Aquí, uno de esos cuentos, una aproximación al problema del conocimiento y cómo se aborda desde la ciencia.

Condenado por graves delitos, un ciego pasó toda su vida encadenado. Sin un techo que le guardara y provisto con el mínimo sustento diario para mantenerse con vida. A su alcance únicamente palos y piedras.

El ciego, aunque convicto, era curioso, así que en su inmóvil situación dedicó su vida a explorar el mundo que le rodeaba. Un mundo que, a una persona libre, había de parecer muy limitado. Se afanó durante muchos años en lanzar piedras y escuchar los golpes que estas emitían. De esta forma identificó árboles, rocas, colinas… Ganó fuerza y su plano mental del bosque fue creciendo poco a poco. Siendo ya un experto en esta ciencia del lanzamiento de piedras, se sentía algo contrariado. De los cientos y miles de piedras lanzadas hacia arriba jamás había conseguido obtener información, por ello, asumió que allí no había nada.

Un día, en uno de sus lanzamientos rutinarios, sonó un grito y un ave cayó entre sus brazos. ¡Asombroso! ¿Qué confianza podía tener en sus predicciones del mundo si de pronto, de un día para otro, las convicciones más profundas tornaban en falsas? ¿Qué había pues, además de aves, sobre su cabeza? ¿Qué habría más allá de las colinas y las paredes de árboles que eran, al fin y al cabo, los barrotes de su celda?

Siendo ya viejo y muy sabio, el ciego terminó su condena y, antes de liberarle, le preguntaron por su concepción del mundo. La respuesta sorprendió a los que allí se habían reunido. Dijo: “mi condena fue la ceguera y las cadenas mi escuela. Yo no encontré en la vida más límites que vosotros, pero aprendí a aceptarlos mucho antes. He sido, en esencia, el más libre de los seres humanos”.



A la mañana siguiente caminaron hasta la costa y allí, maravillado, mientras se adentraba paso a paso en el mar, el ciego se puso a llorar. Al salir del agua miró hacia donde estaban sus compañeros, como viéndolos a través de su oscura existencia, y les dijo entre lágrimas: “he sido, en esencia, el más ingenuo de los seres humanos”.

El mundo que habitamos y nos afanamos en estudiar es como aquel bosque que tan bien conocía el ciego. Los seres humanos aumentamos, día a día, experimento a experimento, nuestro conocimiento del cosmos. De lo cercano sabemos muchas cosas y al analizarlas comprendemos su historia y sus relaciones con el resto de la materia. Cuando miramos cosas muy grandes o muy pequeñas encontramos límites. El ciego del bosque fantasea con lo que habrá más allá. Pero a través de estas fantasías jamás llegará a tener la más mínima intuición de conceptos como planeta, estrella, agujero negro... De la misma manera, la ciencia y, con mayor libertad, la filosofía, están abocadas a fantasear sobre aquello que queda fuera de nuestra capacidad de análisis. ¿Qué es el universo?

Me limitaré a enunciar algunas de las características del modelo que actualmente damos por válido para describir el mundo que habitamos. Con ello pretendo que la idea de verdad quede recluida a las matemáticas y liberemos así a las demás disciplinas de esa pesada carga.

El Big Bang se inicia en un único punto del universo en el que está confinada toda la materia que ahora vemos. Y también la que no vemos, ese 96% de energía y materia oscura. Difícil de creer, sin duda. Se acercan, estos conceptos, a los de fantasía. La luz viaja a 300.000 km/s y, a mi entendimiento, es la única certeza constante que tenemos del universo. El tiempo, el espacio y la misma existencia de las cosas es relativa, es decir, cambia según el punto del espacio desde el que se observen. El límite del universo conocido (vete tú a saber que habrá más allá, quizás un océano sideral, o la nada… ¿Qué es la nada?) como decía, el límite de lo que podemos conocer, lo marcan la antigüedad del Big Bang y la velocidad de la luz. Sólo conocemos eventos que fueron. Y cuanto más lejos están, más tarda la luz en llegar hasta nosotros, es decir, más antiguos son. Como no percibimos luz anterior al Big Bang suponemos que no existe nada más. Este es un ejemplo, quizás no el más sencillo, pero sí el más íntimo para con la materia, de que las apariencias engañan y de que hay límites que a día de hoy somos incapaces de superar. Mi tesis es, si la llevamos a un extremo, la de Descartes: un pensamiento ha de encerrar para uno mismo una verdad muchísimo mayor que cualquiera de nuestras experiencias externas. Es más, el amor es, para mí, algo así como la verdad absoluta. En concreto, mi verdad universal. Una creencia, si queremos denominarlo correctamente. La convicción de que el amor es la materia dándole un sentido a la materia.

Llegará el día en que vengan a liberarnos de nuestras cadenas. En que lo infinito sea conquistado por una humanidad ávida de conocimiento y constantes invariables. Llegará el día en que nos miremos los unos a los otros y nos reconozcamos como los seres más ingenuos del universo. Mientras tanto, mantendremos nuestra creencia más firme, esa en la que, con sus más y sus menos, coinciden ciencia, filosofía y religión: la libertad de los seres humanos.

Por Juan Cabrera