Vicenta se despide


Una mañana de mayo bastante soleada, Vicenta, una ancianita de ojos azules y rostro simpático se levantó algo destemplada. Se miró al espejo de su habitación y vio que no tenía muy buena cara. Salió a desayunar a las 9 de su pequeña habitación (como era habitual en la residencia en la que se alojaba desde hacía unos cuantos años) y decidió contárselo a Sandra, su enfermera favorita, que le dijo con voz algo preocupada: “Vicenta quizás es buena idea que te llevemos a urgencias, ¿no? así salimos de dudas”. A nuestra protagonista no le hizo mucha gracia esa propuesta, pero aceptó estoicamente lo que le propuso aquella sanitaria.

Después de llevar un buen rato en el Servicio de Urgencias, le atendió un doctor que parecía que llevaba un poco de prisa. Era alto, con gafas y un gran bigote que a Vicenta le recordó al que a veces se dejaba crecer su marido. Le auscultó metódicamente: primero por la espalda y después, por el tórax. Acto seguido, se quitó el fonendoscopio y se dirigió a ella: “Vicenta, escucho algunos ruidos en sus pulmones que no me gustan mucho. Yo creo que va a ser buena idea que le pida una radiografía de tórax y a lo mejor le toca quedarse un par de días ingresada. ¿Ha tenido fiebre estos días?” a lo que Vicenta respondió: “esta mañana, doctor, me he levantado un poco destempladilla pero pensaba que era por el frío, que anoche pasé un poquito”. El doctor comenzó a mover los dedos rápida y enérgicamente sobre su teclado mientras nuestra protagonista esperaba pacientemente a que acabara. Finalmente, el médico se dirigió a ella: “vamos a trasladarte en un ratito a la planta, vendrán algunos enfermeros a llevarte. Le cuidarán mucho allí”. A Vicenta no le agradó nada la idea, pero cedió ante el veredicto del joven médico. 


Horas después, ya estaba nuestra Vicenta allí tumbada en la cama de la planta de Medicina Interna. No había ingresado muchas veces, pero lo recordaba verdaderamente tedioso. A ella los hospitales le traían recuerdos agridulces de los últimos días de Mariano, su marido. Mariano era un buen hombre: trabajador, honesto y muy alegre. Buen padre y mejor marido, o al menos eso recordaba Vicenta. Era un hombre de poco pelo y de escasa dentadura. Tenía el rostro lleno de manchitas oscuras, pues había trabajado toda su vida en el campo y el sol le había pasado su factura. Se lo pasaba en grande con su mujer, en especial durante las partidas de dominó donde siempre vencía. Se sabía las fechas de memoria y a Vicenta no se le escapaba ninguna oportunidad para recordarle que jugaba con ventaja sobre ella. Después de su partida nunca volvió a sentirse la misma persona. Se sentía como los militares que vuelven del frente con un miembro amputado que con el tiempo empieza a doler. Tenía la sensación de llevar dentro un vacío que no iba a llenarse nunca con nada. A pesar de ello, hacía su pequeña rutina en la residencia en la que se encontraba interna y hasta llegó a hacer algunas amigas. Se pasaba las tardes escuchando canciones del Dúo Dinámico, su grupo favorito. 


Mientras se encontraba sumida en sus recuerdos, entró en su habitación una joven vestida con el uniforme verde que llevaban todos los médicos de ese hospital. Tras llamar a la puerta y abrirla, entró sonriente mientras se acercaba a nuestra protagonista. “Buenos días, Vicenta. Soy Clara, una estudiante de sexto de Medicina y venía a hacerle algunas preguntillas sobre su ingreso, ¿le importa que lo haga?” a lo que Vicenta respondió entre risas: “¡claro hija! Así me entretienes un poquito”. Aquella estudiante le interrogó sobre cómo había empezado todo su cuadro de síntomas, sobre sus antecedentes y sobre otras muchas preguntas que nuestra protagonista respondió lo mejor que supo. Después de toda aquella puesta en escena de aquella joven aprendiz, Vicenta le preguntó a Clara: “¿en qué curso estás, muchacha?” a lo que la joven respondió: “en sexto de Medicina, a un mesecillo de acabar”. Vicenta abrió esos enormes y vivos ojos azules y sonrió mientras decía: “jo, ¡ya eres casi médico! ¿te da miedo esta etapa que se te viene?” a lo que Clara le dijo: “la verdad es que un poco de vértigo sí que siento, Vicenta, pero todo es adaptarse a lo nuevo, ¿no?”. Vicenta se quedó mirando a aquella joven ilusionada que estaba frente a ella de pie. Asintió con la cabeza y se quedó en silencio, mirando por la ventana. Comenzó a hablar, algo más seria que cuando entró Clara por la puerta: “querida, a mí yo creo que mucho tiempo no me queda. Es algo que no lo sé seguro, pero hay algo dentro de mí que quiere decírmelo. Es muy seguro que Dios quiera llevarme ya con Él, pero solo Él lo sabe. Por si acaso te digo que me has encantado. Que espero que seas muy feliz cuando seas doctora y sobre todo que intentes hacer sentir paz a tus pacientes, cuando te pregunten, cuando te miren un poco más preocupados de lo normal”. Clara le agradeció sus palabras, le estrechó el brazo con cariño y se fue cerrando la puerta de aquella habitación de hospital. 


Aquella noche, Vicenta tuvo una parada cardiorrespiratoria que nadie se pudo imaginar, pues no venía físicamente muy afectada como para poder esperarla (aunque en estas circunstancias nunca se sabe cuándo las cosas pueden llegar a complicarse). Acudió todo el personal sanitario que había por allí: médicos de guardia, enfermeras, un par de auxiliares de enfermería… esa pequeña habitación de paredes blancas se convirtió en un caos en pocos segundos. Después de un buen rato de masaje cardiaco y de golpes de desfibrilador, Vicenta no consiguió salir de la parada y se declaró su fallecimiento. 


A la mañana siguiente, Clara, nuestra estudiante, le preguntó a la doctora con la que se encontraba de prácticas por Vicenta, aquella ancianita simpática a la que le realizó la historia el día anterior. “Ayer murió, Clara. De estas cosas que a veces pasan en el hospital que no te esperas… vino con una neumonía que no era muy complicada pero bueno, nunca se tiene el control sobre todas las cosas que pasan, ¿no?”. Clara miraba atónita a aquella doctora, mientras evocaba una y otra vez la escena que vivió ayer con Vicenta. No podía creerlo. 


A veces, cuando nos despedimos de alguien no somos muy conscientes de que es, quizás, la última vez que lo haremos. No caemos en que a cada circunstancia que vivimos, puede ser la última vez que nuestros ojos sean testigos de ella. Y esto le pasó a la estudiante de nuestra historia y la que actualmente escribe estas líneas, querido lector. Nunca se imaginó que sus artículos serían los últimos en esta revista, ni que además coincidiría con el fin de su etapa como estudiante. 


Con Vicenta empezó mi camino en Opinión 20, y no podía ser de otra forma que con la despedida de esta adorable protagonista, el decir adiós a tantos momentos compartidos contigo, mi querido y fiel lector, y con el resto del equipo de la revista que ha hecho posible que este barco llegue a puerto tantas y tantas veces. 


Así que como ha hecho Vicenta, yo también me despido y te deseo lo mejor en tu camino.



Por Clara Luján Gómez