Niños malcriados toman decisiones


Cuando decimos que un niño es un malcriado normalmente queremos señalar que se le ha consentido demasiado. No se trata de que le falten modales, sino más bien de que se comporta de manera soberbia y egocéntrica. Últimamente me siento un poco como ese niño malcriado al que, después de haber recibido todo lo que quiso cuando era pequeño, de pronto empiezan a decirle “no”. Me gustaría estudiar si ese tipo de actitud es la que está bloqueando de manera general a la juventud. Quizás haya algo de eso en una generación que está accediendo ahora al mundo laboral y que se ve incapacitada emocionalmente para vencer ciertos obstáculos que se le presentan en este nuevo camino. ¿Somos unos consentidos? ¿Merecemos este baño de realidad que nos está dando la vida adulta?

Hace menos de un siglo las comodidades de las que hoy disfrutamos eran inalcanzables para la mayoría de personas de nuestro país. Elegir a qué querías dedicarte no suponía un esfuerzo tan grande como el que representa en la actualidad, sencillamente, porque el abanico de opciones estaba mucho más reducido. Ahora nos enfrentamos a este tipo de decisiones de otra manera, en primer lugar, porque la presión que sentimos al escoger nuestro oficio o nuestra carrera es totalmente distinta. Entonces, la elección apenas recaía sobre ti, puesto que se esperaba que fueran tus familiares los que te dirigieran, a ser posible por un camino honrado. En estos momentos la presión se ha puesto sobre el individuo, que tiene la responsabilidad de elegir “correctamente” a qué va a dedicarse. La comunidad es menos densa y, para bien o para mal, nos vemos obligados a responder de nuestros actos de manera más solitaria. Muchos de nosotros hemos sido tan libres o tan consentidos —porque se puede ver de las dos manera— como para que se nos concediera la libertad de elegir nuestra formación.

Volviendo a las preguntas que abrían el artículo, creo que no se puede pasar por alto la relación que la idea del “niño malcriado” puede entablar con el concepto de “victimización”. Existe un argumento, relativamente popular, que sostiene que la ansiedad que están sintiendo los jóvenes se debe a que han sido educados en una realidad repleta de comodidades, que los ha convertido en personas incapaces de tolerar el fracaso o la responsabilidad. Señala que la única vía de escape que han encontrado estas personas ha sido la de situarse siempre en el papel de víctima, obteniendo ventajas y atención sin necesidad de hacer esfuerzos. Estos críticos consideran que la solución a dicho problema sería una disciplina más férrea, que devolviera el espíritu de trabajo a las generaciones vagas e hipersensibilizadas. Entiendo de donde proviene la crítica de estos individuos, que se encuentran en Twitter con una sociedad gritona y quejica, pero que comprenda su origen no significa que comparta su posición. Por un lado, no se puede decir que plataformas como Twitter sean buenos indicadores de la forma real de relacionarse, y, por otro, aunque sea cierto que ese tipo de comportamientos puede llegar a ser excesivo, a mi juicio responde de manera general a razones positivas, ya que favorece la denuncia de las injusticias. Si no fuera por la creación de ambientes saludables en los que se permite que todo tipo de personas se exprese la mujer no hubiera podido empezar a alertar de los comportamientos machistas que la sometían, igual que colectivos como el LGTBI no hubieran podido reivindicarse y mostrar el acoso que sufren. Soy consciente de que este clima también ha permitido que ciertas personas deshonestas aprovechen el momento para ocultar sus errores, situándose como la víctima en su conflicto. Sin embargo, me parece que decir que toda nuestra sociedad es victimista significa ocultar la lucha de miles de personas que están sufriendo verdaderamente.

Tras haber entendido que la idea de la "victimización" se queda pobre en su intento de explicar la ansiedad que muchos jóvenes sentimos, creo que es preciso dirigirnos a cierta torsión del lenguaje, cuyo estudio tal vez nos permita ahondar lo suficiente en las causas que yacen detrás de este sentimiento generalizado. Resulta revelador que palabras como “gratificación”, “satisfacción” o “plenitud” dejaran hace tiempo de utilizarse para reflejar nuestra admiración hacia una persona dentro del ámbito laboral. Fueron sustituidas por términos como “éxito” o “perseverancia”, ideales que a menudo provocan más miseria que alegría. El éxito valora a las personas por sus triunfos, ya sea en clave económica, laboral o intelectual. No tiene en cuenta la calidad de su trabajo o de su trato con las personas, sino el resultado, calificado cuantitativamente. La perseverancia, igual que el éxito, no tendría por qué ser un valor negativo, pero se ha convertido en una manera de criticar a los “fracasados”, a los que se achaca falta de confianza en sí mismos e incapacidad para reponerse ante los errores. A mi juicio, sería mucho más sano admirar a las personas que han llegado a un punto en qué se sienten a gusto en lo que hacen, no tanto por los objetivos que han conquistado, sino porque consideran que su labor les enorgullece y les da gratificación personal.

Por otra parte, me parece importante que nos fijemos en el cambio que ha sufrido el modo en que nos relacionamos con los demás, que ha perdido parte de su naturalidad y de su fuerza; la emergencia de nuevos valores laborales aún no ha dado por concluida nuestra investigación sobre las causas de aquella ansiedad juvenil. Los vínculos se han vuelto livianos, contractuales, siempre a la espera de ser revocados. “Amistad” ha dejado de ser aquella relación que mantenías de por vida con tu vecino, con el que charlabas y disfrutabas en los buenos momentos, pero al que no dudabas en ayudar cuando veías que tenía un problema. Esta idea creo que puede vincularse con la de “toxicidad”, un concepto que nace de haber detectado actitudes hirientes y desagradables, que se considera que deben ser identificadas y criticadas. Aunque no me parezca una idea inservible de base, sí creo que se está llevando demasiado lejos, conduciendo a menudo a “cancelar” a individuos. Creo que nos hacemos un flaco favor cuando aislamos a las personas que presentan un comportamiento tóxico, en lugar de tratar de ayudar a que superen esa manera desagradable de relacionarse con los demás. Cuando las expulsamos de nuestros círculos permitimos que su "toxicidad" se perpetúe en otros lugares. Tenemos unos vínculos tensos, siempre pendientes de revisión, en los que toda falta puede ser sinónimo de ruptura, no sólo en el seno de las relaciones amorosas, sino en todo tipo de vínculos afectivos. Quizá fuera mejor para todos cultivar lazos que pudieran sobrevivir a momentos de crisis. A mi parecer, todos tenemos comportamientos tóxicos que deberíamos cambiar, pero si convertimos a la persona en sus actos nos quedamos en una situación de bloqueo. No me refiero a que haya que establecer relaciones con personas a las que no soportamos, pero sí, al menos, a que sería un acierto por nuestra parte el intentar ayudar a mejorar a las personas que tenemos a nuestro alrededor, en lugar de querer desecharlas como parece que las dinámicas laborales nos han enseñado. A mi modo de ver, no es solo que tengamos inculcados unos valores y dinámicas de trabajo que son perjudiciales para nuestra salud mental, sino que la propia forma en que establecemos vínculos con las personas que nos rodean imposibilita cierto tipo cuidado y de estabilidad emocional que todos necesitamos para sostenernos en los momentos de crisis. Si toda relación está pendiente de ser cortada hay un sentimiento de inseguridad que nos puede asaltar en cualquier momento y que nos hace temer el aislamiento.

Cuando ponemos la atención en el trato que uno se dedica a sí mismo, vemos que se mantiene esa misma tendencia a la "cancelación": también nos miramos como rastreando grietas por las que hincar el dedo. Si lo miramos de este lado, al menos un poco malcriados sí estamos, puesto que buscamos una perfección en nosotros mismos que nunca encontraremos. No obstante, no me parece que la responsabilidad esté en nuestros hogares, al menos de manera exclusiva, sino más bien en un mundo que promueve al que es útil y triunfador, descartando lo demás. Que no puedas dejar de vivir contigo mismo hace que la relación que mantienes con la identidad sea más problemática, si cabe, que la que tenías con esas personas tóxicas, puesto que convives en todo momento con los comentarios hirientes y con las ideas de fracaso. La gente se pregunta por qué hay tantos suicidios en las sociedades occidentales, como si no viera el aislamiento al que muchos jóvenes están abocados o la presión a la que algunas personas se someten a sí mismas. A ello se añade que, cuando uno consigue por fin llegar a un punto "exitoso" en su vida, la posible satisfacción que siente dura apenas unos segundos, puesto que rápidamente le asalta la necesidad de renovarse, de reformular sus capacidades para atender a la maravillosa novedad que nuestro perfeccionado mundo produce a cada momento. En el juego de la rentabilidad, el crédito y la maximización de la potencia económica no entran solo las cosas o las empresas: en él están inmersas las personas de una manera más clara que nunca.

¿Y qué tiene que ver todo esto con la elección de un futuro, de una formación o de un empleo? Todo. Al decidir en qué queremos formarnos o a qué entrevistas de trabajo acudiremos, estamos juzgando constantemente si nos acercamos o alejamos de aquellas expectativas imposibles que un día tuvimos. Vemos que nos ha inclinado la seguridad y nos sentimos culpables, vemos que ha sido la valentía y, por un escaso minuto, nos sentimos orgullosos. "¿De qué soy capaz?" es la pregunta que nos asalta todo el rato, la que en algún caso lleva al éxito y la mayor parte de las veces al estrés crónico. En este contexto me toca tomar algunas decisiones. Intentaré hacerlo poco a poco, tratando de no presionarme demasiado, pero, aun así, sé que me va a costar. Todos queremos llegar a hacer cosas de las que estar orgullosos y a alcanzar aquellos objetivos que un día nos pusimos, pero quizá haya un término medio. Espero encontrar la manera de enfrentarme a estos momentos críticos sacando lo mejor de mí mismo, pero sin someterme a un trato inhumano. Sé que me sentiré bloqueado en algunas partes del proceso, pero no importa. Al fin y al cabo, los niños malcriados nunca se equivocan, ¿no?



Por Jaime Cabrera González