¿Por qué leemos Opinion20?


Cuando llega el momento de escribir un nuevo artículo para Opinión 20 siempre me asalta la duda. ¿Sobre qué debo escribir? ¿Qué quiero que lean? ¿Qué puedo compartir que resulte original, interesante y ante todo novedoso? Estas preguntas me han llevado a preguntarme ¿por qué leemos? y sobre todo, ¿por qué leemos artículos de opinión en una pequeña revista digital? Artículos tan transparentes, tan personales, en ocasiones tan irrelevantes o íntimos que recuerdan más a la lírica que al género periodístico… Con este artículo trato de entender que hacemos cuando escribimos en esta revista. ¿Por qué leemos esta poesía rudimentaria?

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Los primeros homínidos aprendieron en algún momento de su larga historia, probablemente en distintos lugares y tiempos, a controlar el fuego. Aprendieron a curar sus heridas con hierbas machacadas y a afilar sus herramientas de trabajo, a cazar animales rápidos y fuertes y a recoger las bayas más nutritivas del bosque. También aprendieron a tejer, a arar la tierra, a cocer barro y a mezclar piedras extrañas para crear metales. Con el tiempo, como veis, aprendimos tantas cosas que empezamos a tener serios problemas para recordarlas todas. Y creamos canciones y poemas con rimas sonoras para recordar cruentas batallas y remedios caseros para la fiebre. Pero pronto las canciones no fueron suficiente. Y comenzamos a grabar en piedra y arcilla símbolos extraños que contenían toda esa información que hasta ahora habíamos conseguido mantener viva en la flagrante batalla que es la comunicación oral.

Dicen los que saben de esto que escribir no es más que una elaboración de ideas. Si bien empezó siendo un método infalible para guardar información, la escritura ha ido enraizando en nuestra cultura hasta convertirse en una herramienta indispensable para el pensamiento, la comunicación y la expresión de la experiencia humana. Escribir nos permite llevar al mundo externo aquello que no somos capaces de abarcar con el pensamiento. Luces que se nos escapan por las rendijas de lo brillantes que son y sombras que arden en lo profundo de las miradas y oscurecen el más claro de los días. Escribir es por tanto incómodo, pues exponemos las intimidades, los secretos y las huellas de los que han dejado su marca en nosotros. Escribir es, por tanto, cómodo, pues nos libera de todas esas cosas que nos molestan. Exhalamos inquietudes, tiramos las piedras de los bolsillos al margen del camino para que el siguiente no tropiece con ellas.

Dicen los que saben que cuanto más transparente es la escritura, más se ve la poesía. Así, la poesía debe ser eso que se esconde en la técnica, eso que oculto en las telas de la literatura mueve el corazón. La autoficción o la épica o la narrativa más mansa, todas tienen, aún aquellas que se afanan en denostarlo, un poso de emoción que no cabía en el autor y que se iba depositando letra a letra sobre el papel. Esos retazos de lo propio que no nos caben y que echamos al camino, son lo que me permiten definir nuestros artículos como “poesía rudimentaria”. En este espacio que nos brinda la revista digital, un espacio íntimo pero abierto, los textos están a la vez expuestos y a refugio. Escribimos lo que más nos interpela y en la elección del tema ya estamos mostrándonos. En el devenir del texto se va comprendiendo qué es lo que esa persona necesitaba soltar sobre el papel y qué partes son meros adornos o acompañamientos del verdadero mensaje que subyace.

Pero, retomando nuestras dudas, ¿qué nos mueve a leer poesía? ¿Por qué nos interesan esos retazos desterrados de otras vidas? ¿Qué hacemos recogiendo aquellas piedras que dormían a orillas del camino?

Los cuentos, las historias, las explicaciones que damos del mundo no precisan de un autor para tener sentido, llamar la atención de los lectores y aportarles entretenimiento o conocimientos sobre la vida práctica. Y aún así, no existe una sola historia, un sólo refrán, sin autor. Gran parte de los esfuerzos de algunos historiadores y científicos, aquellos a los que su especialidad les hizo enfermar, es eliminar ese poso de autoría que cualquier texto esconde. Su fracaso en este sentido les convierte en mentirosos empedernidos, en estafadores y charlatanes; tiran la piedra y creen que pueden esconder la mano. Pobrecillos. Enfermaron y transmitieron su enfermedad a los inocentes aprendices que ansiaban contar historias nuevas.



La poesía es fundamentalmente su autor en cualquiera de sus formas. Utiliza acontecimientos del mundo físico y del intangible para desprenderse de las luces y las sombras que ya no podían permanecer en el poeta. Si me habéis seguido hasta aquí explicadme ahora, ¿por qué leemos poesía? No lo entiendo. Si bien la belleza puede atraernos en un primer momento, ¿cuál es el néctar que nos invita una y otra vez a libar en las flores de la literatura?

Estas preguntas que me hago ya se han hecho antes, y por eso hallo respuestas, mejores y peores, propias y ajenas, que apelan a la razón y con la razón las entiendo. Pero sigo buscando y no encuentro una respuesta que convenza a la emoción. Que de cobijo al espíritu rebelde que quiere entender la poesía, domar el fuego, aprehender el océano y contar las estrellas en la noche oscura.

Supongo que esa es la respuesta. Leemos poesía buscando entender el sentido de la emoción, recogiendo resquicios de verdad en versos sueltos que al volver a ser leídos se transforman en palabras sucias que nunca explicaron nada. Por eso, a veces, resulta tan difícil escribir. Porque en las palabras siempre va el autor, pero el autor no siempre se encuentra en sus palabras. Por eso, a veces, resulta tan difícil leer. Porque en las palabras siempre va el autor, pero el lector no siempre se encuentra en esas palabras ajenas. La belleza, la historia concreta o la métrica que elijamos en nuestros textos son solo el color y el aroma de la flor. A este artículo, por ejemplo, no espero que vengáis por la belleza de un léxico en ocasiones rebuscado o que el sentido de vuestra lectura sea criticar o elogiar la cadencia con la que voy desgranando estas frases erráticas. Confío, sencillamente, en que algunos podáis destilar dulces ideas recién elaboradas y se os quede entre los dedos el polen -en los bolsillos las piedras- preguntas que han de fecundar nuevas ideas.

 

 

Esta casa aún no está en ruinas.

Un cuerpo vacío cuando expira

        se parece

a una historia rota, a la casa que aún no está en ruinas.

Para llenarla sólo hace falta una aguja, una mirada

y un dedal de fiero coraje en el corazón.




Por Juan Cabrera González