Amar hasta que duela

Hace apenas una semana volví de un retiro espiritual muy especial del que salí con el corazón bastante renovado. Tuve la suerte de dar allí (en el convento donde fue) con un libro de la Madre Teresa de Calcuta sobre reflexiones acerca de diferentes temas de la vida que hacía dirigidas al resto de religiosas de su comunidad, las Misioneras de la Caridad. Para el despistado lector que no sepa de esta Santa monjita, le pondré brevemente al día de ella. Se trata de la fundadora de la actual Orden Religiosa de las Misioneras de la Caridad y fue mundialmente conocida por su vida entregada al cuidado y amor de las personas más desfavorecidas (económica y socialmente) que encontraba en las calles de Calcuta, una región localizada al oeste de India. Su labor fue reconocida en 1979 con el premio Nobel de la Paz. 


La fuente de energía y fuerza que le impulsaba a entregar su vida a esta enmienda era el cuidar a Dios a través de todo aquel que se encontraba abandonado en la calle, ya fuera niño, adulto joven o anciano. La frase que marcó su vida era: “A Mí Me lo hicisteis”, un versículo de la Biblia Católica que se refiere a que todo lo que se le hiciera a un ser humano (para bien o para mal), lo sufriría o disfrutaría Dios. Es por esto que lo único que le motivó a dar su vida por toda aquella gente era el amar a Dios hasta con la última célula de su cuerpo. Con respecto a esto último, una de las frases que encontré más repetidas en el libro (y que más me conmovió) fue la de “amar hasta que duela”. Y es por este motivo, porque me ha supuesto una enseñanza descomunal, la razón por la que el curioso lector se encuentra leyendo ahora estas líneas. 


Lo cierto es que llevo casi toda mi vida escuchando eso de “amar hasta que duela”. Es posible que si lo oyes por primera vez, pueda sonarte a que “el amor todo lo puede” o “el amor todo debería permitirlo” (incluso aquello que humanamente sobrepasa el respeto hacia nosotros mismos). Una parte de mi corazón (de hecho, en algún momento de mi vida) ha llegado a rechazar esta frasecita porque era incapaz de pasar por alto (aunque fuera en nombre del amor) algún tipo de maltrato sufrido a lo largo de mi vida. Sin embargo, la realidad no tiene nada que ver con eso. Cuando esta monjita se refería a amar hasta que duela, no hablaba de dejarnos machacar o ningunear. No está relacionado con que el fin del amor justifica los medios (a veces desadaptativos) con los que intentamos querer a otros. Cuando Santa Teresa de Calcuta hablaba de amar hasta que duela, se refería nada más y nada menos que amar (al otro, a nosotros mismos) tal y como viene de fábrica. 


El “amar hasta que duela” implica, lo primero, negarnos a nosotros mismos: no en un sentido autodestructivo de la palabra, sino ver, comprender, asimilar y abrazar que hay otra persona delante de nosotros esperando a recibir el amor que desprendemos. Esto, el pensar en el otro, a veces duele. Causa dolor porque nos obliga a salir de nuestras apetencias, nuestras “ganas de” y nuestros impulsos. El pensar en el otro, en hacerle feliz y en sus necesidades, nos abre el corazón sin darnos cuenta y es esta apertura la que nos hace cada vez más capaces de querer(nos) mejor. Otra de los motivos de este “amor doloroso” es lo que implica aceptar al otro con toda su mochila de debilidades sin intentar cambiar ninguna para facilitarnos la tarea de quererle. Ya no solo se trata de aquellos aspectos personales que sean un talón de Aquiles en sí mismos, sino de esos “defectillos” que encontramos en el otro y que encontramos profundamente irritantes. Una de las claves para lograr esto poco a poco puede ser el considerar esas pequeñas (o grandes) espinitas como retos a superar para querer mejor al otro, más que barreras que nos separan.

Por último, querido lector mío, me gustaría transmitirte que es tarea de toda una vida entera esto de “amar hasta que duela”. Yo, de hecho, entendí hace relativamente pocos días lo que implica. Sin embargo, no puedo alegrarme más de haber descubierto el camino a través del que no falla la vida: el de amar a todos, a mí misma, hasta que duela. 



Por Clara Luján Gómez