La perseverancia

    A lo largo de toda mi vida, he tenido una convicción implícita de que nacer con talento te lleva lejísimos. Siempre sorprende ver, en programas como Got Talent España, al típico niño que no supera los 6 años que ejecuta un espectáculo bailando flamenco que podría llegar compararse con la gran Sara Baras. Asombran los niños prodigio que a tempranísimas edades se sientan encima de un piano y a los 13 tocan frente a miles de personas en la Ópera de Viena. Son casos que nos hacen pensar que un requisito casi indispensable que se necesita para triunfar es haber nacido con talento. Sin embargo, no seré yo quien te diga, querido lector, que el talento en diferentes disciplinas de la vida no facilita las cosas. De hecho, considero que es un buen trampolín para catapultarte a allá donde te propongas, pero creo que el talento sin perseverancia es como un gazpacho sin tomate, una piscina vacía de agua, una puerta sin pomo. 


Una de las razones que me ha animado encarecidamente a hablar sobre la perseverancia es lo tremendamente infravalorada que está. Me da la sensación de que vivimos en una sociedad en la que se premia casi sin pensar el haber conseguido un título universitario, el aprobar un examen, el ascender laboralmente… Se celebran por todo lo alto los diplomas y los títulos al tiempo que se asume casi de forma automática que pueden haber supuesto un esfuerzo titánico. Para ejemplificar lo que quiero decir, en una situación en la que a un universitario medio se le pregunta si ha aprobado o no un determinado examen, si la respuesta es sí, a continuación se le felicita (normalmente). Sin embargo, si insinúa que no ha conseguido superar alguna prueba, se le da normalmente un sucedáneo de condolencias, se le mira con compasión y se le dice que no se preocupe, que a la próxima se sacará. Estamos tan obsesionados con el resultado de las cosas que se nos olvida por completo el camino de lucha que pueda haber detrás de lograrlas. Incluso en numerosas ocasiones, cuando se alcanzan esta clase de logros académicos, es frecuente caer en el tópico de pensar que “claro, es muy listo el chaval. tiene mucho talento para esto”, dejando de nuevo a la perseverancia como un cero a la izquierda. Me da muchísima pena que algo tan valioso como esta virtud, que se trabaja cada día, sea simplemente un complemento o una casualidad a ojos del mundo. 


La perseverancia, además de ser una virtud que nos permite progresar no solo como estudiantes o trabajadores, sino como seres humanos, nos trae de la mano virtudes tan grandes (pero tan infrecuentes de encontrar en el hombre) como lo es la humildad. 

La humildad no es otra cosa que saber cuál es tu lugar en esta vida. Nos permite identificar nuestros límites reales sin percibir a estos como verdaderos obstáculos, sino como rasgos que perfilan nuestra propia naturaleza. Todo ello, desde un amor profundo hacia uno mismo: desde un abrazo sincero a lo que uno es sin que eso implique reconocerse como alguien superior al resto por sus cualidades o aptitudes. La humildad es concebir nuestros propios errores y debilidades como normales, como parte del camino. Nos ayuda a reconocer, no solo en nosotros sino en el resto de personas que nos rodean, a seres humanos reales capaces de equivocarse y de rectificar en un mismo tiempo. Todo ello sin sentir vergüenza hacia nuestra propia naturaleza. Este rasgo de normalizar la oculta belleza de los errores va ligada a la perseverancia en la medida en la que una persona humilde tiene mayor facilidad a hacer suyo un error tanto que este le ayude a aprender con el fin de seguir perseverando. Por el contrario, alguien cuya vista se nubla por el orgullo se siente avergonzado de haberse podido equivocar. Puede, incluso, llegar a dudar de si realmente es apto para la tarea que está desempeñando. Hay que matizar que las personas no somos 100% humildad u orgullo, sino una mezcla preciosa de ambos que puede trabajarse para que este último no nos domine. 


Ha de reconocer aquí una servidora que muchas veces ha podido caer en la trampa del orgullo al mirarse a sí misma como un conjunto de defectos y virtudes y no tanto como una humana que dispone de todas ellas para su propio camino. El orgullo nos aleja de ser perseverantes de corazón porque nos sube al podio de los triunfadores cuando nos va bien, desde el que vemos al resto desde arriba, y nos baja a la fosa del inframundo cuando no nos va como pensábamos. El orgullo distorsiona la imagen que tenemos de nosotros mismos y nos pone trabas para ser perseverantes porque nos hace esclavos simplemente de las circunstancias que nos suceden. Nos convierte en mendigos de reconocimiento ajeno constante, siembra en nuestro corazón una semilla de vergüenza hacia cualquier atisbo de vulnerabilidad humana. 


Es por esto que al hacer este artículo, he pensado en Rafa Nadal. Se me ha venido a la mente el tenista mallorquín precisamente porque creo que además de ser un deportista sumamente talentoso, es una persona cuya vida se podría resumir en esas dos virtudes: perseverancia y  humildad. Cada vez que he visto una entrevista suya, cuando le preguntan por sus derrotas, apenas se siente identificado con ellas. Normaliza un partido perdido al igual que normaliza tener a las espaldas 14 copas preciosas del célebre Torneo de Roland Garros entre otras miles de victorias en el campo. Rafa Nadal es un ejemplo de cómo la perseverancia puede hacer que juegues partidos aun teniendo lesiones profundamente dolorosas o aun no estando en la mejor racha. Es un modelo de cómo el talento, la motivación o la buena suerte son solo azares de la vida al lado de lo mucho que se llega trabajando duro cada día y percibiendo aquellas cosas que te impiden hacerlo a veces como circunstancias que aceptar y superar poco a poco. Rafa Nadal es un ejemplo emocionante de cómo gracias a la perseverancia y a la humildad puedes hacer de un deportista de élite más, un verdadero campeón. Y he de reconocer que en afirmar esto último es de las pocas cosas en las que toda España podría estar unida. 


Volviendo al tema que nos ocupa, me gustaría dejarle al lector un fragmento del poema de Rudyard Kipling que seguramente le sirva de algo:


(...) “Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre,

y tratar a esos dos impostores de la misma manera.” (...)


En efecto, tanto las victorias como las derrotas son consecuencias de situaciones que nos suceden, pero que no definen el final de nuestro camino y ni mucho menos nuestro potencial. Quiero que aquel lector agobiado que me lea, que tenga exámenes, presentaciones importantes, entrevistas de trabajo u otras situaciones de esta índole, confíe profundamente en el fruto de su perseverancia. Y si las cosas no salen según lo esperado, que tenga clarísimo que el camino de la disciplina y de la constancia nunca defraudan.







Por: Clara Luján Gómez