Redoble de conciencia





La reflexión que hoy traigo surgió hace algunos meses, concretamente al inicio del segundo cuatrimestre del periodo universitario. Comenzábamos a cursar nuevas asignaturas, y al tener nuevos profesores, la primera impresión era muy relevante a la hora de comenzar a formarnos una opinión sobre cómo eran y cómo iban a ser el resto de las clases con ellos. Este profesor en concreto tenía un encanto especial. No tendría mas de cincuenta y cinco años, era sonriente, de pelo canoso y tenía un gran sentido del humor. Pero lo que más me sorprendió en aquel momento fue algo a penas perceptible debajo del pelo, algo despeinado, y es que este profesor llevaba un coclear.

Para aquellos que no sepan lo que es esto, un implante coclear es un aparato que se inserta en el cerebro mediante cirugía y ayuda a aquellas personas sordas o con muy limitadas capacidades de audición a poder recibir y procesar los sonidos y el lenguaje. Lo cierto es que al principio me sorprendió mucho, ya que en todo mi historial como estudiante, que cuenta ya con unos cuantos años, jamás había tenido un profesor que tuviese ni el más mínimo rastro de discapacidad.

Tras esto, miles de preguntas me asaltaron. Cabe mencionar al lector que alguien muy querido por mí también es portador de un implante de este tipo, y sé que pese a lo mucho que facilita el desarrollo de la escucha, no elimina del todo los efectos que la sordera total o parcial puede producir, y se continúan utilizando algunos mecanismos a modo de apoyo, como la lectura de los labios o la preferencia por recibir los mensajes en un tono más alto. En un aula repleta de alumnos ruidosos que además llevan las mascarillas puestas, ¿qué clase de facilidades se pueden dar?

Este fue el tema de conversación una tarde entre vinos y tapas con una colega de redacción y gran amiga, a cuya sensibilidad apelo siempre que puedo. Le conté cómo se habían desarrollado las primeras clases y lo bien que se estaba desenvolviendo el profesor para hacer la materia interesante, y que pese a todo me sentía algo apurada al no saber si estaba del todo cómodo dando clase en esa situación. Y su respuesta, pese a ser simple, me dejó una reflexión que aún trato de mascar cada vez que la oportunidad se me presenta. “Pero María, ¿no crees que si necesitase ayuda ya la habría pedido? ¿Por qué crees que necesita más tacto que cualquier otro profesor?”.

Y poco a poco, esa reacción que vi en mí y que me di cuenta de lo equivocada que era, comprobé que se trata de una cuestión absolutamente generalizada. No hay más que escuchar conversaciones que se tienen entre aquellos que ya tienen descendencia, y en cómo les cambia la cara cuando sale a relucir en la conversación que el hijo de un conocido o un amigo tiene algún tipo de capacidad que lo hace diferente, tanto a nivel físico como psíquico. “Tiene un niño enfermo”, como se decía en otros tiempos.

Como ya mencionaba en uno de mis artículos anteriores, vivimos en una realidad que no es para todo el mundo. Se nos exige un nivel de autonomía personal, emocional, tecnológica, económica e intelectual que está al alcance de pocos, y durante muy poco tiempo, y somos perfectamente conscientes de ello. Si no, no nos preocuparía tanto el posible destino que van a tener estas personas o si van a sufrir algún tipo de rechazo por las limitaciones que puedan tener en su desarrollo personal y profesional.

Y pese a que se esta intentando hacer un esfuerzo a nivel social por incluir a estas personas en el tráfico normalizado del día a día, soy incapaz de recordar la última vez que me atendió un trabajador con visibilidad reducida, que tuve un encuentro con un dependiente con autismo o que me encontré en algún despacho o consulta con alguna persona con una enfermedad rara.

Comprendo que cada persona es radicalmente distinta y que puede vivir su realidad de un modo diferente, y que las circunstancias personales de cada uno pueden afectar de forma más o menos profunda y se ha de obrar conforme a esto. Sin embargo, creo que ha llegado el momento de que comprendamos – y asumamos – que la discapacidad no tiene por qué ser un drama. Que no es una razón para suscitar ternura o lástima. Que la dignidad de cada uno, como personas, va mucho más allá de la capacidad física o psíquica que tengamos. Y, sobre todo, que es un trabajo de todos como sociedad el cambiar la cara que se le pone a unos padres cuando reciben de un doctor la noticia de que su hijo no va a ser como la gran mayoría de los niños, y que no tengan dudas de que el cuidado y el respeto van a ir siempre van a ir por delante de cualquier diagnóstico. Que nunca le van a faltar oportunidades a ese niño cuando crezca y que su esfuerzo por alcanzarlas será el mismo que el de sus compañeros, no un escalón más.

Me gustaría saber qué habría sido de nuestra historia sin la presencia de algunos de nuestros más célebres personajes que convivieron con discapacidades de todo tipo. Qué habría pasado si hubiesen prohibido a Vincent Van Gogh, que padeció una enfermedad mental durante toda su vida, el seguir pintando, y nos hubiesen privado de algunos de los cuadros más expresivos que han rondado jamás por nuestros museos. Qué habría ocurrido si Ludwig Van Beethoven se hubiese rendido y hubiese dejado de componer a causa de su pérdida casi total de la audición. Sería el propio mundo quien se habría quedado sordo sin sus sinfonías, la Para Elisa o La Marcha Turca. Y cómo olvidar a Stevie Wonder, que arrasó en los conciertos de la generación de nuestros padres pese a no tener visión. Cuánto se hubiese perdido la ciencia sin la participación de Stephen Hawkins, fallecido recientemente a causa de la Esclerosis Lateral Amiotrófica, o incluso el mundo del deporte sin la participación de Oscar Pistorius, pese al escándalo personal que le sigue, cuya carrera como deportista paralímpico bate récords mundiales.

En mi caso personal, a pesar de haber convivido los veranos de media vida con una persona con una enfermedad rara, no me planteé hasta que fui bastante mayor que fuese diferente al resto de personas que conocía. Por esa razón, quizá la solución para nosotros sería volver a pensar como niños, para quienes todo aquello que no es verdaderamente esencial, como el cariño, el respeto o la bondad, es invisible a los ojos.



Por María V. Pitarch