Si leo Matilda, de repente tengo nueve años y estoy en el portal de la casa de mis abuelos. Es Semana Santa y mi familia ha hecho rosca. La maldición del maestro de Laura Gallego me evoca a lo que sentí de pequeña cuando descubrí que me encantaba la literatura fantástica. Recuerdo también enamorarme perdidamente de La dama de las camelias, hasta el punto de basar mi trabajo final en su obra.
Recuerdo con especial cariño las lecturas que compartíamos a la vez mi abuelo, mi prima y yo durante las vacaciones de verano, llegando a tener en el mismo libro tres marcapáginas distintos, intentando no contar ni delatar lo que había leído el primero; recuerdo leer a Benedetti en ese momento de mi vida en el que no tenía las cosas nada claras (tampoco estoy segura de tenerlas ahora), y poder refugiarme en La Tregua con una sensación en el pecho de asilo y refugio en el desorden.
Pienso en los libros que he prestado, echo de menos a los que no han vuelto, o los que me han dejado con anotaciones, llegando a iniciar una verdadera correspondencia con la persona que más quería. Recuerdo las dedicatorias, las recomendaciones...
Y así, permitiéndome sentir y recordar a través de la lectura, he llegado hasta un momento que tenía guardado y sin hacer ruido en un rincón de mí:
Hace unos años, mi familia tenía por costumbre celebrar el amigo invisible en navidades. Una nochevieja, cuando llegó mi turno y antes de tan ni siquiera abrir mi regalo, supe quién me había tocado nada más por su forma de comportarse: estaba callado, mirando a todos lados, apretándose las gafas y sonriendo con impaciencia... Le había tocado a mi abuelo. El regalo se trataba de un libro de Laura Gallego que en realidad yo ya tenía, aunque él no lo sabía. En ningún momento le dije que lo había leído. Sonreí, fui a abrazarle, y le agradecí de corazón su regalo. Quizás ya entonces sabía que el regalo era él.
Aquí está otro motivo para la lectura: para recordarte, abuelo; para felicitarte, abuela...
Y sobre todo,
Para querer como hasta ahora, con el corazón y para siempre.
Por Teresa Camarena Moreno