Las comedias románticas o cómo tergiversar el amor

Llega a resultar hasta obsceno el mero hecho de escribir un artículo sobre algo que no trate de la guerra; principal motivo por el que he dudado hasta el último segundo sobre si escribir o no lo que ustedes se encuentran hoy aquí leyendo. Sin embargo, he decidido seguir de todos modos adelante con mi tema porque ya hay muchos individuos (con más criterio y conocimiento) hablando sobre ella. 

De nuevo, voy a reflexionar sobre uno de mis temas favoritos: las manifestaciones culturales y cómo afectan a los individuos que forman nuestra sociedad, sobre el círculo vicioso que se acaba formando entre ambos polos y del que resulta tan complejo (a veces imposible) salir. 

A todos nos suena, ya sea por libros, por películas o por series, la canónica historia romántica de chico conoce a chica. Casualmente se encuentran en cualquiera de las zonas a las que ya estamos acostumbrados porque forman parte de nuestra cotidianidad: una cafetería, el trabajo, una parada de metro, un parque... cuando sus ojos chocan en el aire, el amor surge de manera espontánea entre ellos. Tratarán de estar juntos, pero diversos obstáculos (a veces un exnovio, una exnovia, traumas del pasado...) lo impedirán, obstáculos que finalmente conseguirán superar (porque el amor todo lo puede) y disfrutarán de un dulce "fueron felices y comieron perdices". La cultura de masas dentro del cine tiene claro cuál es la fórmula que consigue hacer suspirar, soñar, desear... a sus receptores. Poco se separan de esa fórmula siempre y cuando siga funcionando. 

No quiero ser malinterpretada, disfruto tanto como cualquiera de una comedia romántica, pero siempre hay un elemento increíblemente invisibilizado en ellas que me pone de los nervios. La carencia de esta fase dentro del cine (de la literatura, de las series) no puedo evitar que me chirríe de manera absoluta y que encienda todas mis alarmas de peligro. ¿A qué elemento, fase, paso me estoy refiriendo? Al que debería ser el comienzo de toda historia de amor, y no hablo del primer encuentro entre dos personas, sino del proceso de enamorarse del otro. Es peculiar porque en las películas basan el amor y su cantidad en el grado de belleza de los componentes de un noviazgo en potencia: cómo de hermosa es ella, cómo de atractivo es él, cuánto los desean otros (deseo que alimenta al deseo de ellos mismos sobre el cuerpo-objeto deseado)... raras son las ocasiones en las que se muestran esas primeras conversaciones sobre las que se sustentan los vínculos. Conversaciones sobre la infancia, sobre los sueños, sobre las amistades... parecen no tener cabida dentro de una historia que en la realidad se basa en ellas. 

"María, hay un tiempo límite, un tiempo escaso con el que deben contar muchos acontecimientos, es imposible que muestren todo eso". Cuando critico la inexistencia total de la creación explícita de los vínculos, la inmediatez amorosa a primera vista, no lo hago pretendiendo que una película de dos horas incluya una y media sobre conversaciones del pasado entre los protagonistas (caso que, por otra parte, sí se ha hecho en otras películas como la trilogía Before de Richard Linklater, largometrajes aclamados por el público general que demuestran que no es imposible la exposición eficaz de otro tipo de desarrollos románticos). Poder claro que se puede, se puede dedicar menos tiempo al conflicto con terceros y más tiempo al desarrollo de los personajes principales, se pueden sintetizar las dudas que probablemente tengan, en un tiempo más corto para aumentar el tiempo de muestra de la conexión entre ellos, se pueden mezclar recuerdos del pasado con vivencias presentes para ahorrar minutos y aumentar el sentido de sus emociones compartidas... Poder claro que se puede, pero se ha priorizado el conflicto con otros (otros que se inmiscuyen en la relación) a la relación en sí, se ha estimulado el enfrentamiento, la competitividad, el ansia por "ganarse" el puesto de pareja oficial respecto a otro candidato, en lugar de dejar que las personas de la pantalla se "conozcan". 

También alguien podría decirme que el caso de Linklater es uno excepcional, que nunca saldrán productos con esas caracteristicas que funcionen tan bien. En ese caso lo que yo respondería sería que, siendo cierto que hasta el momento hay pocas historias que cuenten con este vital componente, sí que empiezan a existir otras opciones, y (acudiendo a una comedia romántica con todas las letras y que es, además, una película navideña) citaría Qué duro es el amor de Hernán Jiménez García. No hace falta que la película tenga aura de marginalidad, otredad o excepcionalidad para que esa fase de conocer al otro (y, por ende, enamorarse) se introduzca. Cuando vemos en este género que los protagonistas se enamoran por cómo lucen, el mensaje implícito que se está enviando es: "Da igual lo que hayas vivido, da igual qué te hizo sentir el último libro que leíste o cuándo fue la última vez que lloraste, siempre y cuando tengas una buena figura y una cara bonita, el amor nacerá", mensaje que contribuye de manera increíblemente eficaz a perpetuar la obsesión por la belleza y que su dictadura siga cayendo sobre todos y todas con mano de hierro. Todo el mundo señala a la publicidad como el principal enemigo de la aceptación del yo físico, pero nadie señala, no que todas las personas dentro del cine sean actores/actrices increíblemente bellos/as -cosa obvia que todos podemos ver-, sino que en dichas historias el amor surja al instante nada más ver el atractivo físico del otro (siendo la personalidad algo adicional, algo secundario), cosa, a mi parecer, bastante más dañina que lo primero: "qué importa quien seas debajo de una cara bonita". 

Antes decía: "La cultura de masas dentro del cine tiene claro cuál es la fórmula que consigue hacer suspirar, soñar, desear... a sus receptores", pero ¿con qué se sueña en realidad? ¿Con un chico guapo? ¿Con una chica guapa? ¿Con ser elegidos por encima del contrincante amoroso? Al final, las comedias románticas de estas características, con la ternura de los principios exiliada de sus pantallas u hojas, acaban vaciando al amor de su sentido. 


Por María B. Lario