Hace algunas semanas hablaba con mi mejor amigo sobre cuál podía ser el tema del artículo de este mes y si os soy sincera, hasta hace apenas unos días no tenía idea sobre qué hablar. Es de esas épocas en las que la vida, como si fuera un tren, va a cientos de kilómetros por hora mientras tú la observas desde el andén. La ves volar, mientras te mueve el pelo con el viento que genera a su paso. Y en ese momento en el que me doy cuenta de lo rápido que pasan los días, las semanas, los meses y los años, caigo en que mi percepción sobre las cosas cambia cada día aunque sea de una forma casi milimétrica. La visión que tengo sobre las situaciones y sobre las personas va mutando por momentos y se van perfilando en mí rasgos que antes existían pero de una forma quizás más abigarrada. Uno de esos rasgos (y uso esta palabra porque considero que el apreciarlo puede ser perfectamente una cualidad que forme parte de mi sensibilidad) es lo mucho que me fascinan las personas que viven “a corazón desnudo”. Y tú, curioso lector, te preguntarás seguramente: ¿qué es eso de desnudar el corazón y por qué me produce fascinación?
Para ponernos un poco en contexto, el estar desnudo es
sinónimo de no llevar ropa, de estar exactamente como vinimos a este mundo. El
simple hecho de estar desnudo es el mismo siempre: no llevar ropa. Sin embargo,
me darás la razón en que no procesamos del mismo modo en nuestro cerebro el
hecho de ver a un bebé en la playa bañándose sin ropa que el que un adulto vaya
de esta guisa por en medio de la calle, ¿verdad? Seguramente el hecho de ver al
bebé disfrutando en la arena nos produzca ternura, mientras que si nos
encontramos con un adulto desnudo por el metro, no pensaremos en esa misma
ternura. ¿Acaso a medida que crecemos, la desnudez deja de ser simplemente
desnudez a convertirse en un objeto de vergüenza, en algo que deberíamos
ocultar? ¿Somos nosotros los que pervertimos el simple hecho de estar desnudo,
o es acaso justo lo contrario: le damos tanto valor que decidimos reservarla
solo para situaciones de extrema intimidad como ducharnos, ir a revisiones
médicas o mantener relaciones sexuales con alguien a quien queremos? ¿Cuál es
el verdadero valor de la desnudez y por qué cambia a medida que crecemos?
Pues bien, la respuesta a todas estas preguntas está en tu
mente, querido lector. Cada uno de nosotros le atañe un valor a la desnudez y
por ende, acota los contextos en los que esta debe estar presente. Pero aquí no
he venido a hablar del mundo, sino de lo que opina esta redactora a la que continúas
leyendo. Para mí, la desnudez tiene un valor infinito. El cuerpo de cada uno de
nosotros no es solo un medio a través del cual vivimos, no es un objeto que
pueda usarse hoy y tirarse mañana. Nuestro cuerpo es nuestro templo, nuestro
hogar y el de aquel que decida disfrutarlo, amarlo y acogerlo (siempre que
nosotros le abramos previamente las puertas, claro está). Puede estar lleno de
manchas, de cicatrices. Puede tener un tono más claro o más oscuro, o incluso
una mezcla simultánea de ambos. Puede ser gordo, delgado, alto bajo o incluso
asimétrico de unas partes a otras. Pueden faltarle miembros, puede estar
mutilado por diferentes razones. Nuestro cuerpo no es nada más y nada menos que
un reflejo de nuestra historia; de lo que fuimos y de lo que a día de hoy,
somos. Es por la intimidad que emana, la razón por la que un cuerpo desnudo
debe ser siempre respetado (incluso cuando ya no tiene vida que le haga moverse
ni funcionar) como si se tratara de un templo sagrado. Debemos acercarnos a él como
si de una capilla o una mezquita adonde va uno a encontrarse con Dios se tratase.
El valor de eso, querido lector, te puedes imaginar que es incalculable: pues
bien, he aquí el valor que para mí tiene la desnudez.
Volviendo al asunto de la desnudez, pero esta vez del
corazón, no dista mucho mi mensaje. Un corazón desnudo, si lo observamos desde
fuera, es aquel que se acerca a ti con la intención de darse a conocer tal y
como es. Sin ropas ni artefactos, sin caretas ni armas de defensa personal. Es
verdad que puede parecer un concepto un tanto idílico, puesto que a medida que
la vida va haciendo de las suyas y vamos quedando más heridos, necesitamos
precisamente esas caretas para que el resto no vea lo vulnerables que somos, la
vergüenza que puede dar que vean un corazón desnudo lleno de heridas y de
miedos. Son casi una forma de sobrevivir a otros y a la propia vida. Por esta
razón, es tan difícil vivir a corazón desnudo. Es difícil reconocernos
vulnerables a ojos de otros. De hecho, se podría decir que estamos mucho más
preparados para la empatía que para el reconocernos abiertamente vulnerables.
Justamente por esto muy complicado dejar que otro abrace nuestro corazón lleno
de heridas, inseguridades y miedos. Es tan complejo como lo es el hecho de
mirarse al espejo desnudo y acoger cada parte de nuestro cuerpo que en algún momento
de nuestra vida nos ha podido acomplejar o hablando en palabras mayores, haya podido
ser objeto de burla de otras personas.
Abrazar el propio corazón, con todas sus magulladuras y heridas
pasadas y presentes es, en efecto, un acto de una valentía casi desbordante. Pero me gustaría decirte que el simple hecho
de querer hacerlo (aunque no se consiga tan fácilmente), ya nos cambia la vida.
Lo que creo que con creces se vuelve diferente es la mirada con la que uno
observa el corazón de los otros y cómo aprendemos a valorar la intimidad y el
infinito valor que este tiene. Nos volvemos sensibles a la inmensidad del
corazón del otro, nos abre los ojos a una realidad que muchas veces parece que
no puede verse a simple vista.
Para terminar este relato tan “intensito” me encantaría
pedirte un favor, a ti que me lees. O mejor, dos (ya puestos a pedir). El
primero de ellos es que siempre que veas que alguien pone su confianza en ti o ves cómo te abre su corazón y lo desnuda un poco, simplemente acércate
de puntillas, como con cuidado, como si fuera un tesoro sagrado. Soy plenamente
consciente de que por nuestra propia condición de humanos muchas veces no solo
no nos sale valorar así la intimidad de otros, sino que estamos cansados hasta
de la nuestra. Como esto es perfectamente normal, recuérdatelo las veces que lo
necesites al día: el corazón, la intimidad de los otros es un tesoro y por
extensión, la tuya también lo es. La segunda
petición es que ojalá cada día que pase, independientemente de las situaciones,
sea una oportunidad para darle un beso a tu corazón, delante de cualquier espejo
o sin él.
No podemos dejar nunca de querernos al desnudo (ni al
vestido).
Clara Luján Gómez