Un turista en un tablao

No os preocupéis. Serán sólo dos minutos de vuestro bien más preciado lo que os robe. Calculo que necesito aproximadamente dos minutos para que leas este artículo en medio de tu frenética vida. En otras ocasiones lo he hecho. Perdón. Te he robado, tres, cuatro o incluso seis minutos con alguna de mis publicaciones. Pero no será esta vez, lo prometo. 

“Los turistas aprecian cosas que los locales no”. Esta frase que vomité en mis notas del móvil en un trayecto de metro en Madrid se hace realidad día tras día. Un turista, armado con su cámara, su mapa y calzado cómodo, ensimismado con el violinista de la estación de metro de Nuevos Ministerios, disfrutando, sin prisa, de alguna de las canciones que toca. Otra turista se cuela en mis notas, esta vez una chica joven, también con su cámara, que lee los poemas pegados en las paredes de los vagones de metro. Otra que se sienta en un banco de la calle a contemplar, beber algo y tomar un sándwich. Todos me llaman la atención suficiente como para frenar lo que estoy haciendo y concederles unas líneas en mi móvil. Lo que no sé es por qué logran sacarme de mi bucle rutinario y un tanto robótico, observarles, sobrecogerme, y dejarlo por escrito.

El tiempo. Tras dejarlo reposar en mis notas y pensarlo me doy cuenta, es la inocencia y la ternura que existe en aquel que no tiene prisa (o por lo menos no guía su vida por ella) lo que me resulta disruptivo del turista, o por lo menos de estos en concreto. No corren de un lado a otro en tours establecidos que tratan de comprimir todos los puntos de interés turístico de la ciudad en un fin de semana. No miran sus mapas comprobando la ruta más corta para llegar al siguiente monumento, visita, o restaurante que les han dicho que no se pueden perder. No se desenvuelven por Madrid ahogados, pasando por alto todo lo nuevo que ofrece y con el ojo y el interés puesto en lo siguiente. O la humanidad, esto también me resulta disruptivo, su poder de no solo estar presente en la escena sino de relacionarse con ella, con los objetos, las personas y el decorado, sin ser únicamente un mero espectador.


Una persona que fue siempre un turista o que por lo menos miraba y se desenvolvió como uno fue el fotógrafo René Robert. De origen suizo pero viviendo en Francia, pocos le conocen por su nombre, pero muchos reconocen sus fotografías, retratos en blanco y negro del mundo flamenco y de sus máximos representantes como Camarón, el bailaor Manolo Martín o Agujetas. Cuando observas sus retratos descubres que para poder realizarlos es esencial esa ternura y esa humanidad del turista sin prisa, que admira e interactúa con la escena. Cuando le preguntaban por su secreto para conseguir semejantes imágenes respondía un calmado y disfrutón “espero el momento”. De él decían que era un hombre de pocas palabras y que no le gustaba explicar. El tablao Le Catalan, bar que servía de lugar de encuentro de la diáspora española en París, era su espacio, donde discreto, en silencio y desde una esquina, observaba bien atento la escena. Un profesional de la mirada, de la emoción y del arte de dejarse tocar por lo que ven los ojos, que logró ser uno más entre los que frecuentaban el lugar a pesar de no hablar bien español y lograr comunicarse chapurreando.

Te dejo al final algunas fotos para que intentes hacer como él, o como el turista que escuchaba el violín, o como la que leía poemas del metro o el que observaba a los transeúntes pasar, para que las observes, sin prisa, y te dejes asombrar por ellas. Puedes ponerte esta canción, Siguiriyas. "La horita llegó", para que sea una experiencia sensorial más completa. Pero te invito a hacerlo porque Rene Robert ya no hará más fotos. Su cámara se apagó con él la noche del 19 de enero, sobre las nueve de la noche en el barrio de la plaza de la República, donde el fotógrafo cayó al suelo por causas desconocidas y donde sería encontrado nueve horas más tarde, recogido por los bomberos y trasladado al hospital donde fue imposible reanimarlo.

René Robert murió de hipotermia a los 84 años en una calle de París, víctima no solo del frío helador sino también de la falta de humanidad e incapacidad para observar de los que pasaban por allí. Ni turistas ni parisinos fueron capaces de salir de su burbuja de prisa y rutina y observar al hombre que yacía tendido en el número 89 de la calle de Turbigo. Leía el otro día que René se convierte así en uno más de los 500 que se mueren al año en las calles de Francia. No pretenden ser estos minutos que os he robado una lección de humanidad sino, más bien, un compartir desde la conmoción, la reflexión que ya hacía su amigo Momponet y que me repetía yo al escuchar su trágico final, si hubiese sido yo, ¿me hubiese detenido?¿me hubiese dado cuenta en medio de mi prisa, mi falta de tiempo, mis cascos y mis rutinas? Mientras lo pienso, René es en sí mismo un ejemplo, alguien que se esperaba, se tomaba el tiempo necesario, estrechaba lazos y vivía la vida como un turista permanente.

René ha muerto congelado y yo sólo espero que nosotros consigamos descongelar nuestra humanidad antes de que lo haga más gente. Ahora os dejo las fotos, disfrutadlas sin prisa.


Por Arantxa Lastres



Retrato de Manuel Agujetas, por René Robert 

Retrato de Aurora Vargas, por René Robert                                   



  Paco de Lucía (1987), René Robert




Retrato de Eva  Yerbabuena, por René Robert