¿Qué es una frontera?

En la tierra hay un camino,
en el camino una huella,
en la tierra de la huella
un rastro de dulce vino.
En el vino, desatino.
Más allá, hundido, el tropiezo.
Y entre el paso y el bostezo
una línea intermitente
que cruzó altivo y sonriente
un expatriado borracho.
Las fronteras no son líneas finas y sinuosas donde se acumulan soldados que tienen el deber de asegurarse de que nadie pisa la línea sin querer.  Las fronteras son siempre paisajes, culturas, ideas. Nos recuerdan nuestra humanidad y lo pequeños que somos. Son grandes montañas de piedras enormes que no permiten ver lo que hay más allá, ríos anchos como la luna llena de agua y mares extensos que se olvidan de que las fronteras también son amplias y difusas manchas en un mapa. Las fronteras son lugares preciosos, apacibles, puros y sinceros. La guerra nunca es cruda en la frontera. Por allí sólo cruzan los mensajes de odio, pero nunca se quedan. 

Este fin de semana he visitado la ciudad de Tánger. Ver la frontera de España desde un lugar tan especial despierta inquietudes y explica culturas. Llegar a Tánger desde Rabat implica no llegar desde Cádiz. Es decir, no saltamos la frontera para ver la pobreza y la belleza antigua de una cultura inferior a la nuestra, sino que trepamos desde la capital administrativa de Marruecos, uno de los países más desarrollados de África, hasta una ciudad internacional y desenfadada. Nos reconocemos en las calles, en el trato con la gente, en la luz, en la lengua. Estamos CASI en España. Se ven tres o cuatro picos de la sierra gaditana y se siente la cercanía. Ver España desde Tánger es entender 700 años de cultura islámica en la península, saltos de vallas, y arcos apuntados. Das un paso, media brazada y estás en el otro lado. En el lado "bueno".

Los pueblos que las conocen saben que las fronteras irán cayendo una a una, los ojos sostendrán miradas y las manos estrecharán otras manos. 
Hace un mes estuve en el desierto de Merzouga, en la frontera con Argelia. Y no hay nada más parecido a una frontera que otra frontera. No se ve ninguna marca, no se escuchan disparos. Todo lo que hay es un cielo arriba y un suelo abajo. Y aún así a nadie se le pasa por alto la idea de estar al borde. Al borde... ¿Al borde de qué exactamente? De la ley, de la sociedad, de la historia. Las fronteras son útiles, o eso nos decimos los unos a los otros mientras nos abanicamos con pasaportes españoles. En el desierto mirar al horizonte es mirar en el interior. Estando allí, delante de un suelo yermo y vacío uno puede reconocer sus propias fronteras. Tan puras y sinceras como las geográficas. Igual de peligrosas, igual de útiles.

Se puede saber quién vive en una frontera mirándole a los ojos y hablando en tres idiomas diferentes y aleatorios. Si entiende alguno de los tres, o te mantiene la mirada, entonces estás al borde de algo. Después, como en todo pueblo, tienen sus triunfos y derrotas. Tánger, al parecer, lleva mejor que el resto de Marruecos algunos temas delicados, en especial, nos dice nuestro casero, el sexo, el alcohol y la literatura son mucho más libres allí. En Merzouga tienen todavía tribus nómadas que se protegen del calor con té y valentía. Su derrota es el progreso. Pasto del turismo ya no son más que una de las últimas fronteras entre el pasado y el presente crítico que vivimos.

Los pueblos que las conocen saben que las fronteras irán cayendo una a una, los ojos sostendrán miradas y las manos estrecharán otras manos. 
Y si miro hacia el norte... Por razones más económicas que fraternales, la francoespañola ha dejado de ser frontera para convertirse en muralla pura y apacible. Asciendes con grandes esfuerzos tu país y después te dejas caer rodando por la colina del vecino. Esta es la razón por la que los valles pirenaicos están llenos de montañeros que ríen y beben a la salud de las fronteras. Siempre flexibles e indefinidas. Ríen porque no han necesitado un visado para cruzar la línea imaginaria. Y beben porque no han necesitado dinero para pagar la línea imaginaria. 

Algunos pueblos aún tienen miedo. Todavía creen que no estamos preparados. Sienten que las fronteras son líneas finas y sinuosas donde se acumulan soldados que tienen el deber de asegurarse de que nadie pisa la línea sin querer. El odio les ciega y no ven paisajes, culturas, ideas. Desde los aviones escuchamos gritos y creemos que son de guerra, olemos el humo de sus bosques y cerramos la ventanilla para que no nos moleste. ¿Qué fronteras conocemos? ¿Qué caminos hemos hecho al andar? No conocemos el barro ni las ampollas. Orbitamos en cielos imaginados. Volamos en primera clase. Los aeropuertos son las murallas del siglo XXI, nuestras fronteras más ciegas; son las líneas sinuosas. 

Por suerte, los pueblos que las conocen saben que las fronteras irán cayendo una a una, los ojos sostendrán miradas y las manos estrecharán otras manos. 
¡Y que viva Krakozya!


Textos por Juan Cabrera
Viñetas por Eloy Villadiego