El Poder de las Mentiras

Obras de Johannes Vermeer (de izq. a der. “La Lechera”, “El astrónomo”, “Muchacha leyendo una carta”, “La carta de amor”)

Honestamente, ¿y quién no? ¿Quién no ha dicho una mentirijilla piadosa (o no tan piadosa) de vez en cuando? ¿Qué hermano no ha echado la culpa a otro por algo que ha hecho con el objetivo de ahorrarse una bronca de sus progenitores? Esto sin mencionar el número de adultos que mienten a sus amigos para que no descubran una fiesta de cumpleaños sorpresa; o las parejas que se mienten entre sí para ocultarse regalos; o trabajadores que “despistan” a sus superiores para ocultar algún que otro fallo en su proyecto…

Vivir en el mundo de la Posverdad no es nada fácil. Este es un mundo en el que decir la verdad no siempre es posible o deseable. Todo es relativo, incluso lo que a nuestros ojos es un axioma o una verdad objetiva.

Por definición, la mentira es lo opuesto a la veracidad. No obstante, la veracidad no es lo mismo que la verdad. Según la filosofía del lenguaje, cuando hablamos de veracidad, nos referimos a “la adecuación entre lo que pensamos que es verdad/real y lo que decimos”. Por ejemplo, una persona que cree fervientemente que el agua hierve a 90 grados y así se lo comunica a su interlocutor. Como bien sabemos, el agua hierve a 100 grados, no a 90, y ahí es dónde hace su entrada el concepto “verdad” o “la correspondencia entre un enunciado y a lo que nos referimos independientemente de la opinión del emisor”. La pregunta entonces sería si podemos decir que aquella persona que, a pesar de no ser la información que transmite fehaciente, es mentirosa. Realmente, la diferencia (y poder) está en la intención que hay detrás de aquello que se dice no en el “fallo humano”. 

John Langshaw Austin, profesor de la Universidad de Oxford y célebre filósofo del lenguaje, decía que un acto de habla está dividido en tres partes: el acto locutivo (lo que se dice), el acto ilocucionario (el objetivo/intención del emisor del mensaje) y el acto perlocucionario (efecto que tiene sobre el receptor el acto ilocucionario). En resumidas cuentas: lo que dices, lo que pretendes con lo que dices y la acción que se produce. Austin, Searle, Habermas… todos estos teóricos del acto de habla coincidían en que lo importante no es lo que se dice sino la intención que tenemos con lo que decimos. 

Un ejemplo muy claro son todas nuestras madres cuando dicen frases sutiles (y no tan sutiles) como “¿has visto cómo tienes la habitación?”. Tu madre solo dice “¿has visto cómo tienes la habitación?” (acto locucionario), pero tú escuchas “recoge la habitación, o habrá consecuencias” (acto ilocucionario) y vas y recoges la habitación (acto perlocucionario). 

Así es la naturaleza humana. Aún cuando no existe una intención maliciosa, vivimos a base de medias-verdades, informaciones no dichas e intenciones ocultas… Así es un poco como vivía Johannes Vermeer, el autor de las obras que se pueden ver al inicio de este artículo. Vermeer pintaba, sobre todo, obras costumbristas. Pinturas en las que vemos a gente común del siglo XVII nada extraordinaria: una lechera, una niña, una criada…, pero estas imágenes están muy lejos de ser verdad. Al ver sus cuadros, con frecuencia, la gente comentaba cómo, a pesar de ilustrar imágenes del día a día, se sentían contemplando un mundo idílico, pacífico, sin ruido. Lo que muchos no saben es que Vermeer, al representar imágenes costumbristas idealizadas, tenía un objetivo no muy “moral”: la venta de sus obras al precio más elevado posible. 

Para cumplir su propósito, hacía que los mercantes de arte al contemplar su obra se sintieran identificados con una realidad embellecida, pero a la vez cercana, muy parecida a su realidad. Una humilde criada o una inocente niña pintadas de una manera muy atractiva, casi adictiva para los mercantes de arte, acabó garantizando cierta clientela al pintor. Sin embargo, este éxito acabó igual que las sensaciones que provocan sus pinturas, en un éxtasis fugaz. 

El poder y el precio de las mentiras son muy altos. Muchas veces, al igual que nuestras madres y que Vermeer con los mecenas, provocan que hagamos algo, ya sea recoger nuestra habitación o comprar un cuadro. Incluso cuando no se nos pide hacer ese algo de manera explícita, inconscientemente, nosotros lo hacemos. Muchos dicen que el poder de las mentiras está en la información que contienen como cuando leemos fake news o cuando los políticos nos proporcionan datos manipulados. Bajo mi punto de vista, el poder real de las mentiras no es la información falsa en sí sino la serie de actos que desencadena esa información falsa. Lo importante de manipular datos sobre un partido o un político no es que creamos una mentira, sino que el día de las elecciones, no metamos un voto a su favor en la urna (acto perlocucionario). Lo fundamental no es solo entender la importancia de la información veraz, sino lo que nos hace hacer inconscientemente la información que no lo es. 

Ese es el poder de las mentiras, pero nosotros tenemos también la posibilidad de contraatacar. Tenemos que imponernos al éxtasis fugaz de las palabras que nos puede confundir y nublar la mente e ir más allá de ellas. Por lo general, las palabras bonitas son solo eso, palabras, como los cuadros de Vermeer. No debemos olvidar que, a pesar de ser palabras convincentes, tienden a no ser reales y a proporcionarnos una satisfacción efímera y a producir consecuencias que no lo son tanto. De hecho, ni la Lechera de Vermeer, ni su astrólogo, ni la criada, ni la carta de amor que lee llegaron a existir nunca.

Quizás no podamos luchar contra lo que dicen unos y lo que dicen otros, pero sí podemos decidir qué hacemos con “las verdades” que se nos presentan. Ayudarnos de nuestro pensamiento crítico y ser conscientes de que la vida de la Lechera  pudiera ser más dura de cómo se pintó o que el amor de la criada no llegase a ser correspondido. Quizás (solo quizás) de esta forma, podamos ganarle el pulso a la posverdad. 

Por Marta Molina Urosa