Sobre la administración de la muerte

Por verme en el compromiso de asistir, tuve ocasión de presenciar una práctica a la que no le encuentro equivalente en ninguna otra ceremonia de graduación. Cuando los estudiantes de medicina reciben por fin el título de médico en una ceremonia que no suele ser más que un hito a mitad de su formación, antes de comenzar la especialidad, recitan lo que llaman el Juramento Hipocrático. Como persona externa a la práctica médica, pero al final cercano a ella por mi entorno, siempre me han impactado tanto el juramento en sí como el respeto que todas las generaciones de médicos han mostrado hacia él. Me parece profundamente humano, aunque más propio de una concepción de la ciencia diferente de la actual, que un intelectual como Hipócrates considerase necesario ligar esa profesión al compromiso ético de los que la practican.

Sin embargo, aunque la habían llamado igual que al juramento del médico griego, no se trataba de este último, sino que habían recitado con profunda solemnidad la  inspiradora (y a la vez reconfortante para el paciente) fórmula de la Declaración de Ginebra. Me di cuenta no sólo porque no empezaba con las aclamaciones al dios Apolo y a otros miembros del Panteón, sino porque no estaba una de las frases que más me había impresionado leer, desde la perspectiva de la medicina actual: la única que habla de la muerte.

Sin quitarle importancia a la fatalidad con la que la muerte ha acompañado toda la historia de la humanidad, los últimos dos años nos han interpelado fuertemente sobre ella. Los miles de muertos diarios por COVID, las vidas que se perdieron en guerras como la de Afganistán o en desastres naturales, han hecho de la crueldad de la existencia un lugar común de la reflexión cotidiana. Seguramente sea esa, junto con ciertos debates de principios de 2021, lo que me hizo releer varias veces esta promesa “no daré ninguna droga letal a nadie, aunque me la pidan, ni sugeriré un tal uso”.

Como otras secciones, esta parte del juramento no está recogido en la convención de Ginebra. Me resulta sorprendente, porque le encuentro mucha lógica a que un médico jure no utilizar sus conocimientos no sólo para no hacer el mal, sino que explícitamente jure no emplear la capacidad que tiene de matar. A fin de cuentas, quien trabaja para que los pacientes sorteen la muerte y conoce cómo hacerlo, conoce también aquello que la provoca. Si ha llegado hasta aquí, el lector seguramente se habrá dado cuenta de que me gustaría hablar de muerte digna.

La muerte digna o buena muerte, expresiones que en ocasiones se utilizan como equivalentes y para traducir el helenismo eutanasia. La ley española del 24 de marzo por la que se regula esta práctica la define como “acto deliberado de dar fin a la vida de una persona, producido por voluntad expresa de la propia persona” y añade al final “con el objeto de evitar un sufrimiento”. No me quiero centrar en esta explicitación de la finalidad de la eutanasia, tanto por mi limitado conocimiento de ello como por el interés que me suscita la primera parte de la definición. Sin duda, el debate sobre quién pide morir, por qué lo hace, la situación de los cuidados paliativos o el derecho a decidir sobre la propia vida son temas apasionantes, pero sobre los cuales la investigación científica es más beneficiosa que una opinión en un blog.

Dar fin a la vida de una persona implica detener todos sus procesos fisiológicos y volver inactivos los órganos de forma irreversible. Seguramente, o al menos así lo espero, se podrán dar otras definiciones de la muerte más ajustadas a la ciencia médica o al derecho. Aún así, encuentro que esta nos introduce en la paradoja que supone que mantener en su correcto funcionamiento esas funciones y órganos sea el trabajo de los médicos y del personal sanitario. La paradoja es tan patente, que resulta difícil aceptar que sea un médico el encargado de llevar a cabo todo el proceso que culmina en dar fin a una vida. Con razón, Hipócrates consideró ajeno, o aún más, contrario a la medicina matar o ayudar a morir a una persona.

Con la intención de apoyarme en alguna fuente más reciente que un médico de la Antigua Grecia, citaré el artículo 7 del Código de Deontología Médica que a modo de guía publicó en 2011 la Organización Médica Colegial de España. En él se define el acto médico como:

[…] toda actividad lícita, desarrollada por un profesional médico, legítimamente capacitado, sea en su aspecto asistencial, docente, investigador, pericial u otros, orientado a la curación de una enfermedad, al alivio de un padecimiento o a la promoción integral de la salud.

No parece, por lo tanto, que entre las misiones encargadas a los médicos, profesionales tan justamente respetados en la sociedad, esté la de poner fin a la vida de una persona.

Podría ocurrir que, retorciendo la formulación del artículo y privándole del espíritu que inspira el documento, se pusiera el peso de la argumentación en la expresión “orientado […] al alivio de un padecimiento”. A fin de cuentas, el médico es la persona encargada del bienestar de un paciente y de conservar la dignidad de una persona en lo que depende de su salud. Teniendo en cuenta cuánto condiciona todo lo anterior el sufrimiento, se entiende que es entonces el médico el que debe encargarse de poner fin a una vida cuando el medio elegido para poner fin al padecimiento sea ese. Lo que se está pasando por alto es que lo que se está haciendo en ese caso no es poner fin al sufrimiento, sino poner fin a la vida y, aunque el final de la vida implique también el fin del sufrimiento, es un acto de tal envergadura por el valor que tiene una vida humana, que excede por completo las facultades del médico.

Aunque lo parezca, tampoco pretendo entrar en el debate sobre la dignidad de la persona o el derecho a decidir sobre su propia vida. Me limito a señalar que, del mismo modo que es razonable que la vida no se limite a la salud, lo es también que entonces no es el médico el que, por el simple hecho de tener conocimientos sobre cómo mantener la vida y cómo ponerle fin, quién puede dictaminar sobre ello. Y si, yendo más lejos, aceptamos lo que Hipócrates propuso de la ciencia médica, por mucho que sea el paciente el que se la autoadministra, nos creará rechazo que se utilice una palabra de la jerga médica como es prescribir para hablar de la relación del médico con la sustancia letal.

A diario, médicos, resto del personal sanitario y otros trabajadores de hospitales y clínicas se enfrentan a la muerte, con el sufrimiento, también diario, de no poder sortearla tantas veces. ¿Por qué cargarles con esta vía que hemos inventado para atajar una de las formas más desgarradoras de sufrimiento, el deseo de morir? Mi respuesta, que apenas llega a la categoría de hipótesis, es que como sociedad no somos capaces de encontrar una profesión con un nombre lo bastante eufemístico, porque en ningún caso nos podemos permitir el que describe la profesión de matar a otra persona.


Por Carlos del Cuvillo