Desconozco si quien me está leyendo alguna vez ha recibido o ha visto cómo se dirigía a otra persona en formato de insulto esa palabra: “intenso”. Para abrir mi corazón un poco al curioso lector, quiero decirle que a mí sí que se han referido como tal y a quien bien me conozca no le debería extrañar el que yo me considerara una persona con ese rasgo. Me ha costado mucho trabajo y amor llegar a abrazar esa intensidad tal y como vino de fábrica (aunque a día de hoy siempre hay rachas mejores y peores, para ser sincera). Sin embargo, es de las cosas de esta vida que más alegrías me ha traído. Y más allá de utilizar este pequeño texto como una autoterapia, vengo a hacer un breve alegato de por qué nadie debería avergonzarse por que el resto del universo fuera capaz de darse cuenta de esa potencia de espíritu.
Cuando una persona se refiere a otra con dicho adjetivo (aislándonos del contexto en el que ese juicio se esté emitiendo) tiene un 50% de probabilidad de tratarse de algo realmente positivo. Lo triste es que muchas veces, esa forma de usar la palabra “intenso” o “intensito” suele asociarse a una sensación de fatiga o de pereza por parte de aquel que emite el juicio de “persona intensa” hacia el referido en cuestión. Y aquí, mi entusiasta lector, te lanzo una pregunta: ¿acaso se es lo suficientemente intenso como para que solamente eso sea motivo de rechazo, o simplemente puede ser que no estés en el lugar correcto?
A raíz de esta pregunta me viene a la cabeza de forma casi instantánea el célebre cuento de Hans Christian Andersen, El Patito Feo. Este relato comienza con el nacimiento de varias aves, que salen de sus respectivos huevecitos mientras su madre observa atenta cómo uno a uno van naciendo. Comienzan a salir de sus cascarones, tímidamente, todos esos patitos amarillentos con sus piquitos y sus diminutas patas. Uno de ellos, de aspecto más oscuro y diferente al de sus hermanos, observa cómo hasta su propia madre le dice que no puede ser hijo suyo, puesto que no tiene nada que ver con el resto. Abandona con toda su tristeza ese falso lecho familiar que le ha visto nacer, pero que no le reconoce como a uno de los suyos. Después de deambular lejos de allí y de escapar de una granja en la que se quedó por un tiempo, nuestro rechazado protagonista encuentra un lago donde se están bañando diferentes aves, de majestuoso plumaje y largo cuello. Les pregunta si se puede quedar con ellos, a lo que uno de esos cisnes le responde que sí. El extraño patito no se esperaba esa invitación. Se quedó confuso y extrañado: “¿cómo es posible que después de tanto tiempo, alguien me haya aceptado?”. Al ver el estupor de nuestro pequeño protagonista, ese cisne se dirigió a él: “¿Por qué no pruebas a mirarte en el reflejo para ver cómo te veo yo?”. Acto seguido, se asomó el patito a la orilla del laguito y en el espejo del agua vio realmente lo que le decía aquel cisne. Se miró varias veces el cuello, el pico, el elegante plumaje y sus ojos negros y brillantes como dos azabaches. Pestañeó un par de veces y al descubrirse, vio que era uno de ellos.
Este cuento, además de sacarme alguna que otra lagrimilla, me recuerda que el problema nunca va a ser esa pasión de nuestra propia esencia, sino el ambiente que nos acoge o no. Me emociona como ese patito buscó simplemente un sitio donde poder ser y se encontró justamente con otros animales que sabían verle como a otro animal hermoso más. Porque queridos, no deberíamos conformarnos con menos. No creo que sea justo que la belleza que uno es sea objeto de conformismo. Considero que es una suerte encontrar a personas que te miren el corazón como si fuera una obra de arte. Sin embargo, creo que no aconsejaría esperar a que eso suceda, puesto que no vivimos en un mundo en el que precisamente sea el amor el que te encuentras nada más salir a la calle. Es importante aprender a observar con amor a las personas, tanto que hasta podemos llegar a conocerlas más o menos en función de cómo miramos de base. Además, no sobra decir lo importante que es que además de estudiar cómo mirar con amor a las personas, lo hagamos con lo que llevamos dentro. Con esto, con ese feedback por nuestra parte abrazando nuestra propia intensidad nos acercamos cada vez más a ese patito orgulloso que descubre que es un bellísimo cisne, aunque en su pasado no le hubieran dado motivos para sentirse así.
Cambiando de tema aunque no perdiendo el hilo de todo lo anterior, una de las cosas que no me gustaría olvidar comentar es que le tenemos muchísimo miedo a sufrir, y es un asunto del que no es la primera vez que hablo. Nos da miedo que alguien conozca esa potencia interior, esa pasión que en numerosísimas ocasiones nosotros mismos hemos rechazado. Nos aterroriza desnudar el corazón, dejarlo al descubierto y que a quien se lo damos no sepa darle el calor que la intensidad de un corazón se merece recibir. Pero ante el miedo de sufrir, ante las decepciones y los rechazos, el amor siempre vence de una forma o de otra. Y la intensidad esa nuestra se hace, aún si cabe, más intensa.
Que no se le olvide al despistado lector que eso nos sucede a todos. Nadie se salva de ser un intensito.
Por Clara Luján Gómez