Del yo al nosotros

Me siento a veces desgajado, perdido en un mar violento y opaco. Solo encuentro resistencia a todas mis inclinaciones, una corriente que me duele en la espalda. A veces abro los ojos y veo gente, personas a las que no conozco que me empujan hacia el centro del vórtice. Luego los cierro y me encuentro de nuevo castigado, obligado por la marea a avanzar hacia los márgenes. Al menos entonces, en esas pocas veces en que el propio mar me saca de sus remolinos, me da la sensación de que el movimiento cesa. Tardo poco en descubrir que en realidad no me abandona. Lo encuentro instalado en mi pecho y mi garganta. Temeroso de tal violencia, mi cuerpo la comprime, dañándose o dañándome. Ya no lo sé.

Cuando la marea es tranquila llego a las orillas y puedo mirar el reflejo de mi cara entre la espuma. Se me hace extraña la imagen que me devuelve el agua, un rostro que siente de manera irreconocible. Son dos ojos, pequeños, que articulan un miedo inconcluso y fragmentado. Ese temor me duele y no consigo hacerlo mío.

Las batidas de las olas me conducen de forma inconsciente a una clase. Allí escucho durante mucho tiempo, no hablo. Ya no hablo. Cuando termina el discurso, todos comenzamos el nuestro y, en la seguridad de que nos ocultamos unos a otros, convertimos aquello en un cálido y acogedor ruido de ambiente. A pesar de todo, a veces llego a escucharme en la atención de los otros y siento en esos momentos cómo mis palabras se alzan entre las demás, recorriéndome como un escalofrío. Callo de nuevo, hablo, callo, lo que digo no soy yo, mis palabras no, ¿mis palabras?, no me encuentro. 

A veces me quiero en el querer de los otros. Me siento a gusto.

Ojalá ellos se quieran en mi querer.


La literatura tiene una deuda con la amistad. Mientras que temas como el amor romántico, el desarrollo personal o la pérdida suelen constituir el núcleo de novelas, poemas y obras de teatro, se reserva para la amistad un papel secundario, como mero apoyo para la trama principal. Queda así convertida en medio para los grandes desenlaces, siendo en contadas ocasiones el fin mismo del relato. Como ocurre en la literatura, así construimos la vida. Solemos entender la amistad como un pasatiempo, una especie de crucigrama afectivo que completamos mientras esperamos a que se cocinen los verdaderos acontecimientos. Reservamos la vulnerabilidad y el cariño a espacios muy reducidos, y en esa responsabilidad a veces nos vemos incapaces de ayudar a los que amamos.

Llamar a alguien amigo no es tan sencillo. Abarcamos con esa palabra un abanico excesivamente amplio de relaciones. ¿Quiénes son tus amigos en realidad? Aristóteles decía que un amigo es una persona de condiciones similares a las tuyas, es decir, alguien del que, por su cercanía, puedes aprender la virtud. Veía que en la relación de amistad debía haber una disposición a aprender de las experiencias que el amigo atesora. Creo que ese cierto grado de similitud del que habla el filósofo es importante, pero no imprescindible. En cambio, sí encuentro indispensable una disposición a mejorar a través de la experiencia de la otra persona. Cuando creas esa comunidad de confianza, una de las cosas más bonitas es el crecimiento personal a través de la convivencia. Encontramos el consejo en el hecho de ser distintos. Reconocer los errores duele, por eso pocas veces lo hacemos por nosotros mismos. Es vital tener personas cercanas que te llamen la atención sobre ellos, desde el cariño y sin la intención de herir.

Hay demasiadas amistades extrañas. ¿Por qué casi nunca logramos esa comunidad de afecto y ayuda? Muchos tienen la tendencia a atomizarse, aislando su vulnerabilidad fuera del alcance del resto. Reprimen hasta el colapso y agarran lo poco que tienen hasta herirse. Otros se abren en canal, permitiendo a través de las redes un acceso a su estómago y a sus arterias. ¿Es por el temor a ese colapso?, ¿es querer enseñar su resistencia al dolor?, ¿es el deseo de demostrar una amplitud interior de la que dudan? Tanto unos como otros se encuentran atravesados por una experiencia contradictoria del afecto. Reprimir y aferrar; fingir y demostrar.

Éste no es un problema ni particular ni local, sino algo que afecta a la mayoría de personas que habitan esta realidad extraña, entre las que me incluyo. Nos sentimos arrojados a ella. Cuando duele nos entretenemos y cuando sana nos entretenemos. Cuando aburre nos entretenemos y cuando entretiene sabemos que lo hará por poco tiempo. ¿Dónde guardamos el dolor y la dicha? Quizá solo pervivan en los márgenes. Nuestra existencia se parece ahora más a una suma de momentos inconexos que a una experiencia continua. Postergamos sentimientos, hundiéndolos en esa marea de estímulos a la que nos sometemos cada día. Tratamos de acumular experiencias intensas, pero perdemos en ese anhelo la capacidad de vivir de forma coherente y cohesionada. Nos extraña examinarnos y encontrar una imagen llena de parches, superpuestos, que no permiten observar la forma. El fondo ha invadido nuestro rostro. Hay que reconocer al capitalismo su esmero. Ha logrado la difícil tarea de hacer de las relaciones con los que tenemos más cerca un vínculo que se despliega imponiendo distancia.

Siento que si nadie más lo hace debo ser yo quién lo grite, pero no encuentro la manera de articular unas palabras que me llegan desordenadas. Sé al menos una cosa. Quiero escuchar mejor a mis amigos, porque así los querré de manera más sincera. Quiero cuidarlos igual que ellos hacen conmigo. Quiero que se sientan arropados a mi lado.




Por Jaime Cabrera González