La posesión de la sal

Me asomo al balcón de mi habitación. Apoyo los brazos sobre esta barandilla que siento gélida contra mis carnes, y amable por su razón de precavida existencia. Las montañas deforman el cielo y lo reconstruyen a su imagen y semejanza. El sol recorre mi rostro, palpando mis relieves y rebuscando los recovecos y las ranuras de mis ojos cerrados. Mi rostro se inclina levemente hacia la derecha; me pesan las pestañas por este sol petulante que, egoísta, derrama sobre mí sus sombras. Mi piel blanca se marchita -oscura, efímeramente- por las nubes. Abro los ojos con perezosa lentitud. Azul. Desde aquí creo escuchar el mar, aunque solo pueda verlo. Distingo la espuma de su inmensidad y la sal empapa mi lengua, colma mi boca, inunda mi garganta. El océano me sale de dentro, me escala los órganos y suplanta a la sangre: siento que he traído al mar hasta estos suelos de mármol, que se esparce, que me deshace los órganos hasta volverlos arena.

Empiezo a notar el batir de unas alas dentro de este cuerpo sin cabos, dentro de este charco ambulante en el que me he transformado, de esta identidad que se deshace en el espacio como un café derramado sobre un mantel de cuadros rojos y blancos. Huyo de este nicho de pintura blanca y gotelé, dejándome caer sobre las escaleras de granito, impactando contra la puerta de este portal, -una pecera-, del que huyo. El aleteo de aves que nace de mi amorfo pecho infecta lo que me rodea, que es lo otro y que soy yo. Exhalo una epidemia silenciosa e implacable que lo baña todo con su delirio, con su frenesí, con su agitación, con su exaltación. Mi corazón ya no es corazón; no tiene volumen, se mezcla con el aire, con el cielo, con mis extremidades, con las horas, con las cafeterías, con un señor en gabardina negra, con una señora de sonrisa suave. De mi corazón solo se distingue su pulso: pum pum pum pum pum pum pum. Una niña me corretea la caja torácica que, informe, ha perdido su funcionalidad. Ahora solo existe para recoger el ritmo de esta niña que corre.

Las calles grises visten caminos infaustos que me saben a mandarinas amargas en un día de primavera tardía. Las recorro sin escuchar, sin saber por dónde voy o de qué forma. El espejismo comienza a marearme, el tiempo no termina de morir, pero yo nunca dejo de caminar estas calles interminables que me acorralan. Desde mi balcón vi una masa de agua infinita; una promesa. No sé si existe, si existo, si mi alrededor existe o si solo soy yo. Busco el mar como quien busca un faro. Pienso en Santiago y en el tiburón, en cómo interpreté su presente con el sueño del bondadoso aprendiz. Confundo sus historias con la mía, se me escapan las palabras y yo, charco inquieto de agua mohosa, voy abriendo, con mi avance, una fosa seca en la que no pueden vivir los peces ni beber los sedientos.

Los edificios desaparecen con una bocanada de aire. El oxígeno se escurre, el silencio se deconstruye y la ausencia de sonidos le abre paso al resoplido del mar. El turquesa vive como viven los pulmones de una persona al respirar. De pronto, cojo aire y siento cómo se vuelven a cerrar mis carnes. Cómo se cosen estos pellejos prietos de los que reniego por anclarme a una existencia fugaz y medible. Ver este desierto líquido me calma y consuela como el siseo de una madre al acunar a su niño.

Súbitamente abro los ojos.

Negro.

Estoy en una habitación oscura. Un apacible silencio me rellena las palmas de las manos con la confianza de un viejo amor. Los rostros inmóviles de las personas de mi pared me miran a través de un recuerdo. Me incorporo con pesadez. Siento el cálido colchón contra mis piernas. Las formas de los objetos comienzan a revelarse con timidez. No ha sonado la alarma, recuerdo vagamente que en unas horas tengo clase. Me distingo de mi alrededor. Mi cuerpo tiene forma en sí mismo. Me siento sobre las sábanas y mis pies golpean las baldosas frías. La existencia recupera su sentido y no queda nada de la inconmensurable capa azulada, solo una cobija de añoranza. Me despido de la esencia salada con una porción ovalada mucho más comedida que la del sueño. Los pájaros me emigran del corazón en bandada y por mis venas sé que solo habita el rojo. Mi cuerpo se yergue sobre las piernas. Noto las formas conclusas de mis órganos, de mis huesos, de mis carnes al desperezarme. Camino cabizbaja hasta el balcón de este cuarto de ensoñaciones crueles. Pero al abrir las persianas, sorpresa muda: al campo de mausoleos que es esta ciudad de metal, lo arropa un manto azul, brillante e infinito que se mueve como el respirar de un dormido.


Por María B. Lario