Educadas en el miedo



Tenía 11 años la primera vez que me acosaron en la calle por ser una mujer. Iba de camino al instituto y durante unos días un hombre me paraba para hablar conmigo, me preguntaba mi nombre, dónde iba, qué hacía por las tardes, dónde vivía, quiénes eran mis padres... Preguntas que no tendrían ninguna maldad si no fuera porque intentó quedar conmigo. Ell tenía unos 40 años, yo tenía 11 y más miedo del que había sentido en toda mi vida. Llamé a mi madre, ella me mandó a la policía y el problema no pasó de ahí, pero con 11 años yo ya había aprendido una lección que me acompañará toda la vida: "la calle no es un lugar seguro". 
El susto que se llevó mi madre tampoco fue pequeño, al fin y al cabo, ella es parte de una generación de mujeres marcadas por el Caso de las niñas de Alcàsser, ella también conoce el miedo a salir una noche y no llegar de vuelta a casa. Igual que mis abuelas, que vieron en la televisión cómo el marido de Ana Orantes la quemó viva por denunciar en televisión la violencia de género que ella misma había sufrido. Todas las generaciones de mujeres estamos salpicadas por el miedo, cada generación de mujeres tiene su propia Caperucita Roja, una mujer asesinada, violada o desaparecida que salta a los medios de comunicación y marca la memoria colectiva de niñas y adolescentes de ese momento.


Aunque este fue mi primer encontronazo directo con el machismo, yo ya sabía que existía. Una de mis amigas ya me había contado que sus padres, en trámites de separación, habían tenido peleas en la que su padre había intentado matar a su madre con cuchillos en varias ocasiones. Tendríamos unos nueve años, y las dos conocíamos ya la violencia de género, aunque no le poníamos nombre.

Sin embargo, conocer la violencia de género no fue suficiente para entender, cuatro años después, por qué otra amiga llegaba con moratones que le había hecho su padrastro a puñetazos. Hasta que empezamos a conocer casos como el de José Bretón, las Niñas de Tenerife, o el Caso de Gabriel Cruz. Por fin los moratones de mi amiga tenían explicación: se llama violencia vicaria y es la que los maltratadores ejercen sobre los hijos de su víctima como mecanismo de control, o en el peor de los casos, para causar a su pareja "el peor dolor imaginable". Mis amigas y yo nos echamos este tipo de violencia a la cara con 13 años.

Según los psicólogos, la personalidad de los individuos se empieza a formar en la infancia y se acentúa en la adolescencia. Mis amigas y yo, como muchas de las jóvenes de nuestra generación, tenemos clavada en la infancia el Caso Marta del Castillo, desaparecida el 24 de enero de 2009 y cuyo cuerpo aún no ha sido encontrado. Su asesino, que también era su pareja, ha cambiado 7 veces la versión sobre dónde está Marta. Este asesinato nos pilló con nueve años, una edad en la que parece que no te enteras de las cosas, pero te estás enterando de todo, y dejó en muchas de nosotras un poso de miedo que nos persigue a la hora de empezar una relación con cualquier hombre. ¿Cuántas de vosotras quedáis con vuestra cita de Tinder de día y en un lugar concurrido, por si acaso?

Tampoco nos hizo falta recurrir a la televisión pasa saber qué era el acoso sexual. Todas lo hemos vivido de una u otra manera desde niñas. Yo siempre he sido la única chica que jugaba a cosas de niños, jugaba al fútbol, me gustaba el judo y me aburría ad infinítum saltar a la comba. Éramos pocas chicas en la clase de judo, pero todas coincidíamos en lo mismo: a alguno de nuestros compañeros se le iba la mano y nos tocaba una teta "intentando" coger la solapa del judogi. Era incómodo, pero no le dimos mucha importancia. Fue peor cuando entramos en la adolescencia, en esa etapa empezamos a juntarnos con gente nueva y conocimos a una pareja que de cara a la galería estaban muy bien, años después ella nos contó que su novio la presionaba, incluso con amenazas, para tener sexo. Teníamos 15 años, nuestra amiga estuvo a punto de ser violada por su novio.

A estas alturas todas sabíamos cómo funcionaban las cosas y arrastrábamos un miedo aprehendido y heredado de nuestras madres y todas las generaciones de mujeres precedentes. Pero a nosotras nos suenan muy lejos los asesinatos de Alcassèr, tenemos 16 años y empezamos a salir de fiesta y a probar el alcohol. El 22 de agosto de 2016 salta a los informativos la noticia de una desaparecida, se llama Diana Quer y no hay rastro de ella desde que se despidió de sus amigos para volver a casa después de las fiestas de su pueblo. Su cuerpo apareció 497 días después; la habían violado y tirado a un pozo. Era una chica como nosotras que salió una noche y no volvió, el mensaje estaba claro: "el alcohol, las fiestas, la noche y la calle son peligrosos, no es para vosotras". Nosotras, como muchas otras mujeres empezamos a estar cansadas de vivir con miedo a aparecer muertas por salir a la calle. Da igual que salgas de fiesta por la noche o que vayas a correr una mañana, como Laura Luelmo, asesinada a pleno sol mientras hacía deporte antes de ir a la escuela donde era profesora. Estamos hartas de no poder salir a la calle en igualdad de condiciones que los hombres.

Mientras el Estado buscaba el cuerpo de Diana, apareció en las noticias una violación en grupo en Pamplona el 7 de julio de 2016. Una joven fue violada en un portal durante las fiestas de San Fermín por cinco hombres que se hacían llamar "La Manada". Las mujeres de mi generación pisábamos por primera vez la universidad, estábamos muy cansadas y llevábamos toda nuestra corta vida siendo testigos del miedo, la violencia y los asesinatos. El caso de La Manada, y una primera sentencia que decidió que si cinco hombres te meten en un portal, abusan de ti, te obligan a realizarles sexo oral y lo graban no es motivo suficiente para juzgarlo como una violación, hacen arder las calles de toda España. En este caso no solo nos golpea la violencia hacia nosotras, sino la indefensión ante los Tribunales, la víctima de La Manada de Pamplona fue violada en un portal, no se tuvo en cuenta su relato en el juicio y se la juzgó desde los medios de comunicación. Después de una manifestación en la puerta del Ministerio de Justicia, y de recurrir al Tribunal Supremo, los jueces rectificaron: fue violación, pero la imagen de la justicia ya estaba muy dañada. Nuestro país no está viviendo una nueva ola del movimiento feminista por capricho. Las mujeres hemos estallado en cólera como fruto de años de vivir con miedo, un miedo que ahora se ha transformado en rabia.


Yo no elegí ser feminista, pero la sociedad me ha obligado a serlo. Desde muy pequeña he vivido situaciones que me han enseñado que las mujeres, en la práctica, somos ciudadanos de segunda, y no estoy dispuesta a aceptarlo. Somos una generación de feministas por obligación que al igual que nuestras madres estamos criadas en el miedo a "lo que pueda pasar", pero hay algo que nos diferencia de ellas: nosotras somos mayoría en las universidades, estamos entrando en los juzgados, en las comisarías, en los gobiernos y en las redacciones de los medios de comunicación. Hemos venido a ocupar todos los espacios que nos corresponden por derecho, y vamos a cambiar el relato, para que el miedo muera con nosotras. La calle también es nuestra.