No asimilo que septiembre haya
llegado, de verdad que no. Cuando el calendario marcó con sangre fría y a mala
leche uno de septiembre yo seguía viviendo felizmente en un 32 de agosto. Por
una parte, puedo llegar a entender que la gracia y hasta lo bonito del verano
es que se haga esperar (y rogar, sobre todo de rogar) para después vivirlo
intensamente sin saber decirle adiós. Pero claro, como no sabemos decir adiós
al verano, lo tenemos en la cabeza durante todo el año.
Conclusión: tenemos una relación muy
tóxica con el verano.
Vivimos esperando a que llegue el
próximo viernes, el próximo puente o las próximas vacaciones, concretamente las
de verano. Da igual si eres más de norte, de sur o si eres un alternativo
random (no tan alternativo si eres madrileño de vacaciones) que se va a la
Costa Blanca a pasar unos días. Por mucho que odies el calor y no tengas
piscina, el verano es increíble, pero por eso precisamente es por lo que
septiembre me hace tanto mal.
La semana pasada, cuando me
vestía para ir a clase vi la marca del bikini. Tan poco es que se note mucho,
la verdad. Según mi madre he pasado de estar pálida a estar sana. Pero bueno, no he necesitado un contraste con
un tono caribeño para que esa marca del bikini me diese una bofetada horrible.
Este maldito y casi imperceptible subtono de blanco me ha recordado la vuelta a
la rutina.
Al final, la marca del bikini,
aunque por desagracia solo sea temporal es como un tatuaje de esos que esconden
un significado tan íntimo y personal que solamente explicas si compartes una
conexión especial con la persona que pregunta. La marca del bañador es ese
tatuaje que cada vez que lo ves tienes un flashback que te transporta a las mil
y una noches de ese verano tan tuyo.
El mes de agosto, el más
agridulce del verano, lo he pasado como una no-alternativa-random madrileña. Me
quedé con mi abuela en Castellón y la verdad es que no era especialmente
alentador escuchar como cada vez que volvía de tomar el sol me decía igual que
mi madre “estás más sana, hija”. Además, como se le olvidan las cosas, a los
cinco minutos me repetía lo saludable que parecía.
En fin -suspiro de resignación- que no sea porque no lo hemos intentado.
Bueno, el punto de todo esto es
que mi abuela tiene otro tipo de tatuajes. Si le digo que a lo que me refiero
son arrugas probablemente no me deje volver a visitarla en Castellón y me mande
a donde le parezca bien, pero sí, el tatuaje de mi abuela en este caso son sus
arrugas. Sin embargo, este tatuaje no te recuerda que ha pasado un verano, sino
que ha pasado toda una vida.
De vez en cuando, en Castellón,
la tita Sagrario llamaba a mi abuela para recordar viejas batallas. La tita
Sagrario viene a ser la mejor amiga de mi abuela. Desde que se conocieron en el
Colegio Mayor cuando mi abuela se fue de Cuenca a la capital para estudiar
farmacia son compañeras de perrerías, como dicen ellas. Mi abuela dice que los tres primeros años de carrera, los del Colegio Mayor con la
tita Sagrario, fueron los mejores de su vida. En Madrid se sentía muy libre.
Siempre me cuenta como antes de eso estaba interna en un colegio estrictísimo y
de cómo todo acabó con el novio de cuarto de carrera porque a partir de ahí la
libertad que sentía no volvió a ser la misma.
Las dos amigas |
Después se empezaban a preguntar por los hijos y nietos y por la salud de cada quien, pero eso duraba un minuto (dado que preguntaban por educación y no por otra cosa) así que enseguida volvían a lo que realmente les interesaba: recordar los buenos ratos juntas. Volvían a la misma conversación de los cigarros y volvían a reírse en bucle durante una hora o más al teléfono. El ataque de risa siempre era igual de intenso porque como las dos andan mal de memoria no se acordaban de lo que se habían contado ya y pues bueno, repetían las mismas historias en una diversión constante.
En este punto, cuando ya había
escuchado la historia de los cigarros y las monjas por octava vez empezaba a
fingir prisa y que me tenía que ir. Me iba a la playa a despedir el día, muchas
veces con amigos y otras muchas con música. Lo de escuchar las olas del mar no
me gusta tanto. Prefiero ponerme los cascos y simplemente ver como rompen las
olas poniéndome en un mood
melancólico que roza lo patético cuando ya me empiezo a creer que estoy en un
videoclip.
No pienso en absolutamente nada,
y cuando creo que ya he acabado de no pensar, porque es lo que se hace en
verano, subo a cenar. Abro la nevera y solamente hay gazpacho porque es lo más
fresquito en verano. De postre estoy harta de la sandía y me tomo un Magnum almendrado
porque el verano es tiempo de caprichitos. Le doy envidia a mi abuela y me pide
que le traiga otro mientras se ve las típicas películas de cine de verano. Como
es verano la norma es bajarme después con los amigos al chiringuito y pedirnos
un tinto de verano mientras suena la bilirrubina, reguetón o la canción del
verano. Después vuelta a casa y no poder dormir, ya sea por el calor del verano
o por pensar en el amor de verano.
Verano, verano, verano. Ya no hay
más verano.
Sin embargo, creo que mirando a mi abuela es más fácil poner todo en perspectiva.
Comparo mi tatuaje con el de
mi abuela y pienso que quedan muchos agostos todavía. Pero me consuela aún más
pensar que el día a día no es tan malo y que cuando me empiecen a salir las
primeras arrugas y sea vieja con faltas de memoria (no anciana, vieja si Dios
quiere), llame a mi compañera de perrerías y que nos contemos en bucle y con
risas más que nostalgia, la vida, igual que ahora, en septiembre, nos contamos
el verano.
Te quiero abueli, gracias por
ayudarme siempre a vivir siempre mejor y mucho más intensamente y a ti, Ale, por ser mi compañera de perrerías.
Por Lucía López Arana