Prohibido jugar a la pelota

Ejemplo de urbanismo agresivo.

Desde hace algún tiempo me vengo fijando en que mucha plazas y calles se están llenando de carteles que prohíben jugar a la pelota, patinar o montar en bicicleta. Personalmente la prohibición no me molesta, pero sí me llama la atención cómo hemos consentido que las ciudades se conviertan en lugares fríos y deshumanizados que borran los rastros de sus habitantes. De hecho, en 2019 saltó a los diarios andaluces la noticia de que una asociación del barrio de Santa Cruz pedía instaurar en el municipio normas de convivencia que prohibieran tender la ropa en los balcones de los alrededores de la catedral de Sevilla para favorecer la imagen turística de la zona. Tender la ropa en el balcón, ahora que la luz está barata y cualquiera se puede permitir una secadora ¡qué vergüenza, señor alcalde!

Ropa tendida en la plaza de Santa Cruz, Sevilla.

Que los centros de las ciudades se están convirtiendo en lugares para el consumo y el turismo que alejan a sus moradores es algo de lo que ya se han escrito numerosas páginas en los diarios. El urbanismo hostil, que dificulta o imposibilita de manera arquitectónica que las personas sin hogar se resguarden en la calle o que los grupos de transeúntes detengan por un momento sus pasos para descansar sin consumir en un establecimiento, es un tema muy tratado y discutido, pero después de la pandemia provocada por la covid-19 hacer uso del espacio público es aún más difícil. Después del confinamiento de marzo de 2020, muchos servicios y lugares de ocio públicos como los parques, los polideportivos, y hasta las fuentes quedaron precintadas. Aún hoy, hay muchas fuentes públicas de las que no corre el agua y bancos que han desaparecido, como si los habitantes que hacían uso de ellos no estuvieran.

Poco a poco se van instaurando barreras físicas y legales que alejan a los habitantes del centro de las ciudades. El aparcamiento regulado, los altos precios del alquiler y la falta de espacios naturales y de ocio para niños como son los parques hacen que la vida en las grandes ciudades sea cada vez más desagradable. De hecho, más de la mitad de las ciudades españolas no llega al mínimo de zonas verdes recomendado por la Organización Mundial de la Salud, es decir, que tienen menos de 10m2 por persona, lo que supone mayores niveles de contaminación del aire y el aumento de la temperatura en los meses de verano. Las polis –si se me permite utilizar el griego– de las cuales evolucionaron las ciudades modernas estaban pensadas como asentamientos de grandes núcleos de población intentando que su habitabilidad y calidad de vida fuera la máxima posible para los ciudadanos según la época. Y organizaban el comercio y las reuniones sociales en torno al ágora, donde se intercambiaban productos y conversaciones. Por el contrario, ahora en las grandes plazas escasean las zonas de descanso, las fuentes y hasta las sombras. Lo que hace casi imposible la ocupación del espacio públicos, si es que este está disponible y no han ocupado el sitio con una terraza. Utilizar las calles para sentarte a descansar está bien, pero solo si estás consumiendo. 

 
Banco individual situado al sol en la plaza de Callao, Madrid.

Que las ciudades están divididas en barrios y distritos según la clase social y el nivel de renta dejó de ser novedad en la época romana, más o menos. Y por supuesto siempre ha habido locales y negocios dirigidos a personas con más poder adquisitivo que otros. Sin embargo, que se prohíban cosas tan humanas como tender la ropa o se eliminan los árboles y las zonas verdes de las plazas para convertirlos en espacios de adoquines y hormigón, sin lugares para resguardarse de la lluvia en otoño o del calor en verano, convierten los espacios públicos en lugares incómodos que solo sirven para cruzar por ellos y no para detenerse y reflexionar sobre para qué sirven ahora las ciudades, porque desde luego que no sirven para vivir y convivir en ellas. Aunque, pensándolo bien, quién querría vivir en un sitio en el que está prohibido jugar a la pelota.

Pintada en una plaza de Alcorcón.


Por Cristina Moreno