¿Por qué escribimos poesía?

- Respuesta corta:

Sé poco de la vida. Todavía sé poco. De la vida solo conozco sus palabras. Y cómo, una detrás de la otra, en hilera, como el tiempo que no termina, se van otorgando valor. De la vida conozco la palabra y a través de ella todo lo demás. Si digo que siento miedo o alegría estoy verbalizando lo abstracto, sintetizando un estado complejo del ser. Por eso existe la poesía. El poema teje con sus hilos de fonemas significados precisos. Hábiles puntadas, triviales en su forma individual, que son el elemento fundamental de una amplia tela. Resumiendo, diría que escribimos poesía porque el lenguaje y sus creaciones son las herramientas más útiles para la vida.


- Respuesta larga:

Cuando la alegría era pulsión y la memoria un olor lejano, nada limitaba la estela de nuestro camino. Nada era más allá de lo expresado en el instante. Quien nada espera, ante nada se sor-prende. Es decir, por su misma etimología, nada le sobre-coge. La aparición de la palabra fue entonces el peldaño que nos llevó a las alturas. No fue a las alturas divinas a las que nos elevó, aunque muchos charlatanes así lo predicaron. Los dioses seguían estando allí arriba, en su Olimpo inefable, mientras los mortales, por mucho que nos esforzásemos en rezos y sacrificios, seguíamos viviendo en contacto directo con la arena del camino. La palabra es el peldaño desde el que, sin escapar de nuestra realidad material, se nos permite ver el mundo y esperar cosas, cualquiera, inverosímiles y mágicas, de él.

La tierra del camino solo la podemos sentir al pisar con los pies descalzos. El arte sólo se nos presenta como tal bajo la influencia de la palabra, que se dedica a llenarlo de alabanzas y críticas y, al nombrarlo, lo transforma. Se sobrecoge el que no toma la obra tal y como se le ofrece. La obra nos conmueve; con ella. Somos nosotros los que tomamos la obra, pero es la obra la que nos lleva a otro lugar. Sobre-coge, con-mueve, sor-prende. Diferentes construcciones para tratar de decir lo mismo. Que ese movimiento, que ese cogernos, se encuentra más allá de lo visible. Un cuadro de un bello jardín de flores y pájaros no nos lleva físicamente al porche desde el que se pintó, pero nos interpela y dibuja olores y sonidos en nuestra ilusión.

La palabra no precede al arte en su creación. El creador no es esclavo del verbo, no es esclavo de la razón, no lo es tampoco del impasible tiempo. Tanto el hombre de las cavernas como el artista hábil, ese que domina la técnica hasta olvidarla, tienen la capacidad de escapar momentáneamente de estas tres entidades para, a continuación, caer sobre ellas. Pronto, el artista, le dará un nombre a su obra, intentará comprenderla y llorará o exaltará su veloz partida en el tiempo. Lo que queda del arte es entonces la capacidad de tomar el impulso artístico, lo estético de las pasiones y, sin estrangular su vitalidad, darle forma. Lo bello es tomar la arcilla húmeda y hacer de ella un ánfora eterna en la que preservar los vinos más embriagadores. Aquellos que nos hablan en un verso claro y conciso del mundo.

Queda entonces por escrito que lo artístico del libro es que nos interpela. (Es más, cuando ya no nos interpele, el libro y sus verdades serán olvidados para siempre). Pero su estética radica en un lugar alejado de la palabra, de sus líneas más o menos perfiladas. Es entonces, la palabra escrita, el símbolo, una simple técnica que nos ha ofrecido la capacidad de tomar una concepción del mundo y transmitirla. El concepto, la cultura, prevalece. Concebimos las verdades y estas van saltando de verbo en verbo, de libro en libro. Y como las verdades son líquidas, terminan por tomar la forma que les damos. Una verdad tiene tantas formas como seres haya que la contienen. ¿Cómo es posible que coincidamos entonces en valores estéticos, morales o políticos?

Sé poco de la vida y lo que sé parece estar construido sobre verdades líquidas, vanas, mutables. O, al menos, esa es la conclusión a la que he llegado de forma caótica, falaz y despreocupada, sin atender a formalismos ni a un método estructurado en el proceder. Todo lo que aquí sentenció es una simple tela, un poema, un verso que sigue a otro y muestra la verdad que veo y confundo con todas las demás verdades. Esta tela me ayuda a comprender el mundo y por eso la conservo.

Quisiera hacer una aclaración en relación a ese "concepto que permanece". ¡Dios me libre de creer en la esencia! Cuando me refiero a ese elemento que se sostiene en tiempo y espacio apelo a la esencia desde la parte creativa, no desde la racional. Es decir, la esencia es un artefacto, una palabra al fin y al cabo en la que cabe todo aquello que no comprendemos, pero queremos afirmar. Reafirmar. Alma, esencia, espíritu. Palabras, metáforas tan útiles como cortina, guitarra o bolsa. Todas ellas tendrán matices para cada individuo y su contexto. Porque una guitarra existe. Yo la he visto y he palpado sus cuerdas tensas. ¿Pero un alma…? También existe. El Alma la creamos cada uno de nosotros -yo sobre tu persona o sobre la mía propia- para entender esta interacción tan cercana de la que participamos. Una esencia, la Esencia, la puedo crear para cada una de las demás palabras. Y así, la creo y se la doy. Otorgo al mundo esencias. Mas es este un proceso unidireccional, cambiante. Desprovisto, en definitiva, de un árbitro parcial que nos permita discernir qué elementos de la realidad forman parte del concepto creado.

Pudiera ser entonces, que la esencia, los conceptos, sean otro lenguaje, otro arte. Uno que todo lo impregna pero que no somos capaces de transmitir desnudo y sólo mediante esa otra habilidad, la de la palabra, podemos concebir. Si pretendemos tomar el viento y mostrarlo, no veremos más que aire; si pretendemos su análisis, obtendremos veloces moléculas que en su forma más minúscula sólo son probabilidades cuánticas; al tratar de entender esas probabilidades aceptamos que allí no hay nada, que el viento son una gran cantidad de posibilidades de cargas moviéndose en un espacio y un tiempo impuestos. Lo mismo sucede con las esencias que creamos. Su realidad, que es sencilla y clara para el individuo, se ve coartada a la hora de analizarla. Queda, la esencia, al igual que el viento, desmenuzada en probabilidades que siempre estarán subordinadas a las formas a priori. ¿Y quién me puede confirmar que tiempo y espacio son esencias puras, sin mancha?

La palabra, la de Homero, la de Quevedo, la de Borges, la de Machado, son todas un mismo anhelo por desentrañar conceptos, esencias, por hacernos partícipes de ellas. Pero son todas un mismo río que no acaba, que bebe de sí mismo sin saber cuál fue la primera piedra que movió. Las perspectivas cambian, pero lo verbal prevalece. Veneremos y temamos pues a la palabra, único Dios creador que nos guía y nos aconseja a lo largo de la vida. 

Ya han visto, en la historia de la humanidad, cuánto mal hace tanto poder en manos de algunas personas. Quien de forma hábil controla a este Dios y lo utiliza sin comprender su poder, sin ser amable y comprensivo, corrompe sociedades. No las fractura, sino que las desmenuza globalmente al manipular la base sobre la que se asienta. Por el contrario, serán nuestros salvadores aquellos que, con inteligencia, tomen la palabra, comprendan su poder y humildemente la utilicen para construir y para desentrañar conceptos... Ah, es entonces cuando la vida cobra sentido. La creación, inagotable, supone un esfuerzo eterno por parte del lenguaje para hacer verbo lo que sólo es esencia. Esa es nuestra labor en el mundo, ese es nuestro sino y en cierto modo nuestra razón de ser: dar nombre a las cosas.

¿No está descrito en la Biblia este hecho de nombrar lo creado? Ya San Juan evangelista años después de la muerte del mesías escribía “En el principio existía el Logos, y el Logos estaba junto a Dios, y el Logos era Dios. Él estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por él, y sin él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.” Y más adelante al hablar del nacimiento de Jesucristo “Y el logos se hizo carne” Este concepto es clave para entender la cultura occidental. Dios, para el cristiano, es algo abstracto, tan abstracto que si lo entiendes no es Dios. Dios, el inconcebible por la mente humana, nos es dado en forma de palabra, de logos. Sólo a través de ella - y a través de su continente, Jesucristo o una hogaza de pan consagrada- se conecta este mundo de sangre y agua con aquel otro de las esencias, de las creaciones comunes.

Sé poco de la vida, pero creo saber más que al inicio de estas letras. Sé poco de la vida, pero creo significados y por eso creo que sé mucho de la vida: porque cuando escribo mis ideas estoy dando un símbolo a esa creación. Y ese concepto que solo yo contenía en mí, lo vierto en la palabra y esta se reparte de forma errática y descontrolada por el mundo.

Así mismo, cuando recibo significados ajenos les busco un hueco entre mis verdades y los incorporo. Y esto es aprender, esto es comunicarse. Adaptar las creaciones propias a las comunes, las esencias intuidas por el individuo a las esencias intuidas por la sociedad. Qué bello, qué complejo, y qué íntimo es el lenguaje. Algo tan común y público. Algo aparentemente tan sencillo. Qué útil es el lenguaje. Qué útil la creación, cualquiera, vista a través de esa lente que pulen las palabras.

Por Juan Cabrera