El respeto a la cosa pública


El pasado martes 8 de junio, veía con sorpresa un vídeo que circulaba por las redes. En una gira que está haciendo para visitar varias regiones francesas, el presidente del país vecino, Emmanuel Macron, se paró a hablar con unos manifestantes que protestaban a la salida de un acto. Nada más acercarse al primero de ellos, este le propinó una bofetada. Macron apenas le había dicho bonjour cuando este manifestante le había marcado la cara con su palma de la mano bien abierta. A pesar de lo aparatoso, el incidente no tuvo consecuencias físicas para el presidente francés y continuó su saludo a quienes se habían acercado, aunque a un paso más ligero.

Poco después, ya más serenado, el presidente Macron hizo unas declaraciones que me estuvieron resonando todo el día. “Hay que respetar las funciones de la República”, dijo refiriéndose a los cargos oficiales. Añadió también que “las funciones [de la República], sean las que sean, son más grandes que nosotros mismos y no pueden ser el objeto de una agresión particular”. El incidente, obviamente, es un hecho aislado, pero todos los líderes políticos coincidieron en condenar tanto la violencia como el hecho de que el objeto de esa violencia fuera la figura del presidente de la República.

La declaración me recordó también a la ocasión en la que visitó a unos estudiantes de instituto y uno de los adolescentes, sin duda de los más eufóricos, le llamó al grito de “¡Manu!, ¡Manu!”. Contrariado, Emmanuel Macron se detuvo y con mucha pedagogía le explicó que no podía dirigirse así al presidente de la República, sino que debía llamarle “Monsieur le Président”. En aquella ocasión, como en esta, ese comportamiento fuera de lugar me dejó un poco removido. No conozco personalmente a Macron y mi simpatía hacia él no es mayor que hacia cualquier ser humano con el que jamás he tenido trato. No obstante, sentía que ambas faltas las habían cometido un poco contra algo mío. O nuestro.

No deja de parecer curioso que esa misma sensación es la que experimenté cuando vi otro vídeo en el que el mismo inquilino del Elíseo que nos ocupa recibía en la residencia presidencial a dos youtubers franceses muy conocidos. Al margen de que se comparta o no ese sentido del humor ligero y basado en ser espontáneo en cualquier contexto, algo no encajaba. El vídeo era una concatenación de colegueo con el Jefe del Estado, en el marco de un juego que iba poco a poco haciéndome sentir vergüenza. Es extraño, porque era un concurso de anécdotas como en los que me gusta participar. El problema esta vez era caer en la cuenta de que el objetivo del juego era que el presidente mintiese a todo el mundo a la cara, lo que no deja de ser incómodo a pesar de lo que nuestros políticos nos han acostumbrado. Naturalmente, el premio si ganaban los youtubers (que se hizo efectivo a causa de un nada esperado empate), no defrauda: Macron tendrá que poner una foto de estos dos figuras haciendo una mueca en el atril en el que se dirija al país como Jefe del Estado el 14 de julio.

Siento que hay que decírselo: Monsieur le Président, las funciones son más grandes que nosotros. No cabe la menor duda que todo eso es una broma, un movimiento más o menos electoralista de atraer la atención de una parte de los votantes. Sin embargo, el problema con la torta, con la confianza excesiva y con la autorridiculización es que, aunque ejercidas sobre una persona particular, son sufridas por todos. Y es que hay personas que, por sus cargos, encarnan algo que va más allá de ellos y que nos pertenece a todos, que son la República, en el sentido etimológico del término: res publica, cosa pública. No tiene esto que ver con la persona que ejerce la Jefatura de Estado, un presidente o un rey, sino que es válido para todas las democracias, en las cuales la soberanía emana de los ciudadanos y por lo tanto las instituciones nos pertenecen a todos.

Todos estos acontecimientos no tienen la gravedad de una crisis de las instituciones que debamos urgentemente solucionar. El problema está planteándose como un desprecio de los símbolos. La excesiva solemnidad que se le han dado en ocasiones a los símbolos puede hacer que percibamos esta palabra con cierta pesadez y hastío. Al contrario, no es necesario venerar los símbolos para concederles la importancia que tienen. Es bastante intuitivo que el símbolo no tiene el valor por sí mismo, que la importancia no emana del significante. La persona del presidente, del rey, la bandera (por muy conjuntados que estén los colores) o la constitución no tienen como personas u objetos un valor por encima al de otras personas u objetos. El valor del símbolo viene dado por lo que simboliza, por el significado.

Todo lo que hemos enumerado tiene valor porque representa piezas clave del marco social en el que vivimos, del que, a pesar de sus deficiencias, podemos estar en gran parte orgullosos. Muchos años, debates, luchas, encarcelados, muertos y más acontecimientos dolorosos nos han llevado a vivir en un marco en el que (mal que bien) se garantizan la justicia y la libertad. Por eso no se debe quemar la foto del Rey, porque la Corona (aunque a muchos nos pese), representa que vivimos en un Estado de Derecho. Del mismo modo, es dramático que el Presidente del Gobierno sea capaz de dirigirse a los ciudadanos y modular su discurso en función de su conveniencia. Lo es también que la oposición carezca tanto de sentido de Estado y que cualquier crisis le valga para debilitar al gobierno, siempre pensando en sondeos y porcentajes. Porque el Gobierno no les pertenece, sino que todos los ciudadanos se lo hemos prestado.

Para concluir, no quisiera que lo escrito más arriba se interpretase como una defensa ciega del sistema que nos cierra todo margen de mejora de nuestro contexto. Cada pieza del frágil castillo de naipes que compone nuestra sociedad está llena de defectos, injusticias y corrupciones. Por supuesto, en ocasiones hay instituciones que pisotean tanto la dignidad de las personas que sólo se puede desear terminar con ellas (en ocasiones puede ser necesario). Sin embargo, me convencen las palabras que Platón puso en boca de Sócrates cuando no se fugó de la cárcel por cumplir la ley: “hay que hacer lo que la ciudad o la patria ordene, o persuadirla de lo que es justo”.


Por Carlos del Cuvillo