El futuro no existe

Una de las cosas que con mayor nitidez he aprendido en estos tiempos que corren, querido lector, es que en efecto, el futuro no existe. Corría enero de 2020 cuando me encontraba agobiada por mil historias que luego se desvanecieron de un plumazo cuando apareció la interminable pandemia en la que aún seguimos. Corría noviembre de ese mismo año en el que a mi abuela le diagnosticaron un cáncer que aunque no tenía un pronóstico fatídico en aquel momento, le iba a cambiar la vida por todo lo que suponía esa noticia: desde el propio postoperatorio (que tuvo sus dificultades) hasta el miedo que siempre se tiene por si ese “bicho” vuelve a las andadas cada vez que vuelve a hacerse un TAC de revisión. Para la información del curioso, todo sobre ese asunto anda en perfecto orden y nada de lo que se temía ha sucedido a día de hoy, pero ese no es el asunto que nos ocupa hoy. 

En este artículo, me gustaría hacer una reflexión sobre la falsa sensación de seguridad que tenemos sobre nuestro futuro y sin ir más lejos, sobre el día de mañana. Cada día que nos levantamos, unos con más pereza que otros, asumimos que volveremos a la misma cama de la que nos levantamos todas las mañanas. Asumimos que, por lo general, todo andará en orden o al menos que las cosas que se salgan de él, podrán estar de nuestra mano controlarlas porque “quien quiere, puede”, ¿no?. Y la verdad, es que agradezco que el propio cerebro nos haga pensar en una “rutina infinita”, en una linealidad inacabable, porque de otra forma, estaríamos un poco tocados de la mente al estar constantemente en alerta de que algo nos puede arrebatar la sensación de estabilidad que a veces parece que tenemos. 

Tanto lo de mi abuela, como lo de la propia pandemia, me han enseñado que cada día que me despierto es un regalo aunque no siempre lo viva como tal (porque siendo sinceros, muchas mañanas al entreabrir un ojo con el sonido de la alarma sucede que me replanteo si realmente nuestras responsabilidades son tan importantes como para sacarme de ese estado de sueño profundo tan difícil de abandonar). Es muy complicado valorar cada día como uno distinto cuando tu vida se resume a una linealidad infinita o cuando entras en un bucle de rutina del que no sales a menos que te suceda algo extraordinario. En este asunto no considero que sea mala la rutina en sí, ni siquiera llega a ser nocivo del todo ese bucle si nos paramos un segundo a pensarlo. Lo que sí opino que no es del todo saludable es que nos pasemos la vida esperando pacientemente ciertas vivencias que pueden nunca terminar sucediendo solo por el hecho de pensar que son justo las que necesitamos para ser felices. Por poner un ejemplo, muchos esperamos que el amor entre mágicamente por una de las puertas de nuestro corazón; que nos mire el vecino de enfrente cuando va a sacar el perro o que nos conteste la crush por Instagram cuando decidimos subir alguna publicación. Nos quedamos quietos, contemplando la vida desde fuera y deseando en muchas ocasiones ser otros y dejando de lado todos los asuntos que hacen de nuestra vida todo lo que es.  

En todo esto, entre tanta espera a que sucedan cosas extraordinarias que hagan de nuestra vida una “aventura trepidante e inolvidable”, nos olvidamos de nosotros mismos en todos los aspectos. No solo se nos pasa evaluar todo lo que somos y tenemos antes de compararnos con otros, sino que no paramos en ver si acaso nos queremos a nosotros mismos en todo ese espectáculo de competencias. En ese querer, también viene implícito el valorar la vida que uno lleva (por aburrida y monótona que parezca a veces) aunque ni siquiera sea la que ha soñado. Creo que uno se empieza a querer cuando se siente importante en su propio camino sin necesidad de evaluarlo al lado del de otra persona. En otras palabras, el reconocerse protagonista de su propia historia. Y pienso, querido lector, que cuando uno valora su papel y acepta toda la mochila de piedras que carga sobre la espalda, deja de desear vivir la historia de otro y llevar los problemas de los demás en lugar de los propios. 

Por contra a esperar vivir y acumular experiencias exóticas, está el esperar que todo es para siempre y que nada ni nadie va a cambiar excesivamente. Lo cierto es que la vida nos cambia cada día a cada uno de nosotros y  por tanto no es algo inesperado el que vaya amoldando de una forma diferente a dos personas que en un momento de su historia compartieron muchas cosas en común. Justamente gracias a esas similitudes entre dos personas, como por ejemplo los valores morales más esenciales, son sobre los que se construyen ladrillo a ladrillo historias. De esas relaciones muchas veces surge un amor en nosotros que deseamos que por nada del mundo se vaya (todas las relaciones que consideramos valiosas no tienen una fecha de caducidad, sino que deseamos “que duren para siempre” o al menos mucho tiempo). Pero como todo fuego, el viento lo acaba apagando o simplemente se acaba el oxígeno que mantiene  esa llamita encendida. Y cuando las ganas por conservar a otra persona también se acaban (por la falta de paciencia con el otro, nuestros propios defectos o simplemente errores que se puedan cometer y que hagan daño al otro), toca replantearse las prioridades de cada uno y si verdaderamente merece la pena que otros sigan en tu vida (o al menos de la misma forma) solamente por la inercia que eso supone. Toca ver cuánto de verdadero hay en las relaciones que tenemos; cuánto de amor ponemos en las personas a las que decimos querer o cuánta verdad esconden esos “te quiero” cada vez que salen de nuestra boca. Es tiempo de pensar en que quizás hay caminos que se cruzan con el nuestro que tienen una ida y una vuelta y que lo más inteligente, es dejar la puerta abierta siempre: tanto para aquellos que quieran alejarse de nosotros, como para otros que quieran acercarse a nuestra persona. 

Con toda esta retahíla de reflexiones, querido lector, no vengo a venderte ningún libro de autoayuda. Solo que como ya te habrás dado cuenta, nada es estático y es justo en ese dinamismo donde todo se pone a prueba. Es justo en los terremotos donde se ve la calidad de las infraestructuras de los edificios que permanecen erguidos mientras los que no están preparados se derrumban. Es justo en ese movimiento y en ese cambio constante donde uno se da cuenta de que lo único que no cambia es el deseo de nuestro corazón de querer amar, pase lo que nos pase. 

También me gustaría recordarte que el simple hecho de que estés vivo, el que puedas despertarte, caminar o hasta hacerte unas tostadas, son privilegios de los que no todos pueden presumir tener en sus vidas. Que cada día que pasa, es un día que no vuelve y un día en el que no observas que vivir es extraordinario, aunque a veces no sea lo que deseamos o aunque nos traiga un sufrimiento difícil de llevar. Te animo también a que prestes especial atención y cariño a aquellos que dicen quererte con su forma de actuar contigo y que hagas todo lo posible por acoger ese amor y devolverlo como sepas, porque de las palabras casi nadie se acuerda pero quien deja huella, lo hace con acción y con su propia vida. 

Que el futuro es una ilusión de nuestra cabeza, que tiende a imaginarnos en unas situaciones que pueden no llegar a darse nunca porque puede que mañana no sigamos vivos. Por eso y por todo, te animo a que valores esa vida que ya tienes y que hace posible que existas. Y si no te apetece valorarla, también es comprensible porque a veces todo se hace bola.




Por Clara Luján Gómez