Piensa como una montaña

 

Una de las playa al contemplar

Si alguna vez en la vida ya no sé qué hacer me iré al mar. Seguro que allí lo resuelvo todo. O igual no resuelvo nada, pero me descargo, libero, respiro y me dejo llevar por la inmensidad. Esto pensamos Marta y yo un día cuando vivíamos de manera constante con el rugir de las olas de fondo. Después de pasear muchísimo tiempo y tras estar un rato calladas se lo dije: creo que el mar tiene efectos paliativos Marta. Ella me dijo que su madre había dicho lo mismo cuando vino a verla y me di por corroborada – cuando lo dice una madre es que está bien. No solo era por lo que sentíamos nosotras al tenerlo cerca sino por el efecto que provocaba en aquellos que vivían con él como vecino de manera permanente. Aquellos que habían vivido sumergidos en él se relacionaban con esa masa de agua de una manera especial que admiramos y les regalaba un ritmo de vida diferente.

Soy de Madrid, así que no puedo decir la frase de “yo sin mar no vivo”, o “qué agobio no poder pasear por el campo y respirar aire puro”. Me gusta mi ciudad. Me encanta. Me gustan sus calles asfaltadas, sus comercios y sus transportes. Aunque me encantaría lucir moreno los 365 días del año, tener el pelo teñido por largas horas al sol y surfear desde los 5, vivo en Madrid y vivo estupendamente. Pero estos meses sin poder “escapar”, como dicen algunos, a algún otro lugar donde se note menos la presencia humana creo que a mi superyo urbanita le han pasado factura. Quiero ver el mar y la montaña. Porque cuando veo el mar y la montaña, y los contemplo, me pasan cosas. Me gustaría ser más explícita en mi elección de palabras que “cosas” pero no me resulta nada fácil. No es nada sobrenatural, al contrario, esas cosas son lo más natural, poco artificial y humano del mundo. Son inmensidad, grandeza y pequeñez al mismo tiempo, es algo que me abarca entera. ¿Así se entienden mejor? La naturaleza me hace sentir parte de un todo del que soy un granito muy pequeño y esto me ayuda a relativizar mis problemas de humano urbanita, a darme menos importancia y a tomar las cosas menos en serio. Pero es paradójico porque al mismo tiempo me hace sentir parte de algo, alguien integrada en un sistema mucho más grande que mi yo individual y en conexión con lo que me rodea.

Me hace gracia el término “escapada”. Una “escapadita” de fin de semana, “escapadas costeras” o “escapada romántica de nuestra realidad urbana”. Lo usamos y expresamos una sensación de estar cautivos en nuestros reductos urbanos que se supone que hemos creado a nuestro gusto y hemos adaptado a nuestras necesidades. El mundo a la carta de los humanos, manipulado y adaptado a nuestras demandas, es ahora de lo que queremos escapar. El Antropoceno, la era geológica en la que muchos científicos argumentan que nos encontramos actualmente, es la nueva época caracterizada por el impacto del hombre en la Tierra. Haber querido adaptar lo que teníamos a lo que queríamos ha hecho que lo transformaremos y que en 2020 la masa de todo lo fabricado por el ser humano (masa antropogénica) en el planeta superase por primera vez en la historia a la masa conjunta de los seres vivos (biomasa). La cárcel que nos atrapa y de la que queremos escapar es a su vez la que nosotros hemos diseñado. El Antropoceno, donde miramos hacia delante poniéndonos a nosotros en el objetivo, nos pasa factura. Cambio climático, deforestación y pérdida de diversidad son algunas de las consecuencias perniciosas que tiene el habernos puesto como último fin y único personaje de nuestra película del desarrollo. Escuchamos todo el rato sus daños y vivimos de vez en nuestra propia piel los resquicios que nos quedan en nuestras “escapadas”.

Acabo de terminar de ver el documental ganador del Oscar este año Todo lo que el pulpo me enseñó. Marta: ¡tú, tu madre y yo no somos las únicas! El cineasta sudafricano Craig Foster, quien protagoniza el documental, recurrió también al mar, esta vez a su fondo tras atravesar un desierto profesional y vital del que no sabía salir. 200 metros de fondo marino rodeados de un bosque de algas donde confluyen el Atlántico y el Índico en la provincia de Cabo Occidental, Sudáfrica, fueron su paliativo. Y lo grabó. Grabó no solo lo que vió sino también lo que sintió mientras contemplaba.

Lento y lineal eran adjetivos que me cruzaban la mente cuando comenzaba a verlo. Para una humana enganchada a la inmediatez, el utilitarismo y que le falta capacidad de contemplación, parecía poco tentador. Sin embargo, no pude escapar. Pasó a ser fascinante e intrigante ver la inmensidad, perfección y complejidad de ese ecosistema de 200 metros en el que todo funcionaba como un mecanismo perfecto, rico y diverso, del que yo no tenía ni idea. Foster reconectó con el mundo y lo hizo a través de la belleza del lugar y de la inteligencia masiva de un pulpo. Fue un cefalópodo al que observó, acompañó y con el que estableció una amistad conmovedora del que aprendió.

¿Lo que el pulpo le enseñó? Yo creo que lo que me enseña a mi un paseo por las montañas de Soria, o un baño en las aguas heladas de Galicia. Que eres parte de un todo, de un sistema complejo del que muchas veces nos aislamos, alienándolo y de lo que vivimos sus consecuencias. Una relación menos intermitente, más consciente, en la que comprenda que formo parte de una biosfera, que tengo responsabilidad sobre todos los demás seres vivos y debo pensar en los intereses a largo plazo del medio ambiente en su conjunto.

Piensa como una montaña. Esto animaba a hacer el filósofo y ecologista noruego Arne Naess, quien redescribió la forma de relacionarse del ser humano y la naturaleza. Con este mantra, ya empleado Aldo Lepopold , trataba de hacernos entender que el ser humano como individuo, separado de lo que le rodea, es un espejismo. Que debemos pensar como si fuésemos parte de algo mayor, porque lo somos, teniendo en cuanto a todos los miembros del sistema. Definía que el antropocentrismo, y entender la naturaleza como un repositorio de recursos a nuestra disposición, es la causa de este delirio colectivo. Y es además una ilusión que nos hace olvidar que como animales racionales debemos expandir nuestra consciencia y vivir una ecología profunda, hallando nuestro lugar en la naturaleza mientras reconocemos el valor intrínseco de todos los elementos del mundo que habitamos.

Siempre he dicho que no me gustan los animales. No los odio, simplemente no despiertan en mí el mismo interés o las mismas sensaciones que me provocan las personas. Convivo con ellos y ya. Todo esto hasta que tenemos un perro y entonces me sorprendo a mi misma acariciándole, hablándole como a un bebé humano e intentando entenderle en sus comportamientos perrunos. Un zasca de la naturaleza. Un empujón a mi yo ecológico que me hace ver que si me acerco, convivo y me relaciono con ellos y con el entorno, si doy un paseo por la montaña, me baño en el mar o tengo un perro en casa, algo en mí se mueve, no sé, cosas.

Nadie cuida lo que no valora, conoce y piensa. Llega el verano, el sol en las mejillas, la posibilidad de “escapar” al mar o a la montaña y quiero huir de los mensajes que romantizan la naturaleza vendiendo “respirar aire puro” o “sentir la sal en el cuerpo”. Quiero aprender a pensar como la montaña, o como el pulpo. Me apetece sentirme parte de un sistema más grande, simplemente contemplar lo que ocurre donde no interferimos (o no tanto) y entender, para pensar y valorar y mantener cuando vuelva al reducto urbanita.

Por Arantxa Lastres