Hace pocos meses, después de la cuarentena y empachada de pantalla decidí dedicar mi tiempo a algo puramente manual. No quería tener que servirme de nada más aparte de mis manos y mi imaginación durante un tiempo. Fue así como encontré la cerámica. Con ella descubrí lo que es crear algo, moldear con tus manos una pella de barro hasta que finalmente tiene una forma y apariencia determinada. Hace poco escuché en un podcast una frase que hablaba de esto, del barro. Comentaba cómo nosotros, los humanos, nos parecemos a él: cuanto más tiernos, menos nos afectan los impactos, más moldeables somos. El barro es sensible, plástico, cuando está crudo cede ante tus movimientos, se moldea y se adapta. El barro es un niño, que si se cae llora, pero al minuto se levanta y vuelve a correr. Simples como el mecanismo de un chupete son el barro y los niños. Todo les afecta y todo lo absorben, pero con todo fluyen y siguen como si nada hubiera pasado.
Sin embargo el barro no permanece siempre tierno. Igual que yo no soy siempre niña. Cuando se cuece para dar paso a una pieza aparentemente más fuerte es cuando hay más peligro de que al caerse, chocarse o golpearse, se haga añicos. Así soy yo también, cuanto más avanzada en este proceso, el de la vida, más vulnerable soy ante los golpes que esta me pueda dar. De pequeña era un muelle, los impactos me hundían, pero era fugaz, momentáneo, y al segundo me volvía a recuperar. Ahora no soy tan rápida. He perdido facultades. ¿No era que madurar te hacía más sabio? ¿Que al hacerme mayor tendría más recursos ante la vida? Ahora no solo me cuesta más levantarme cuando me caigo, sino que encima ya no está bien visto llorar cuando lo haces (¡con lo que desahoga!).
Cuanto más sé, más siento que mejor no haber sabido, que ahora tengo que lidiar con eso. ¿Hay manual para hacerse mayor? ¿Por qué cuando se supone que tengo que tenerlo todo más controlado es cuando más me doy cuenta de los problemas, incertidumbres y frustraciones que alberga el mundo? ¿Por qué es al “madurar”, como el barro que se ha transformado al cocerse, soy más vulnerable ante lo que pasa a mi alrededor? Nadie me había contado que al hacerte mayor cambia todo. Yo he crecido con la idea de que ser joven es vivir sin miedo, con espíritu libre, apasionado, valiente y arriesgado… y sí, pero no siempre. ¿Ser joven? A lo mejor No soy Tan Jóven, como canta Carolina Durante. En su canción titulada así dicen:
Todo lo que veo ahora
Antes era otra cosa
Desde abajo no se veían nubes
Ahora llueve casi como norma
La generación vacía
No estaban altas las expectativas
Pero es que hemos llegado aquí
Es peor de lo que me decías
Dime a quién hay que pedir
La hoja de reclamaciones
Una hoja de reclamaciones es lo que pido a los que me vendieron que al ser joven viviría arriesgada, libre y sin preocupaciones. Puede que viva arriesgando pero sin duda se les olvidó mencionar que no lo hago de manera despreocupada. Porque cada vez leo, conozco y entiendo más. Cada vez me siento más parte del mundo en el que vivo, más conectada y con responsabilidades. Y muchas veces, más paralizada y precavida. ¿Seré ahora menos valiente? ¿Habré perdido esa ignorancia e inmadurez de mi niñez que me permitía lanzarme al mundo como un niño toca, huele y prueba todo?
Me niego a pensar que soy menos valiente. Lo achacaré a que ahora soy simplemente más consciente. No he perdido valentía, he ganado conciencia. Me doy cuenta de que a mi alrededor hay desigualdades que se perpetúan y generan sufrimiento, de que mis padres ya no son solo héroes que me cuidan sino a los que tengo que cuidar, que cuesta mucho salir adelante y que hay que ocuparse de muchas cosas para mejorar lo que ya tenemos. No es un manifiesto pesimista y no quiero volver a la cuna. Pero miro atrás y veo lo que hacía de pequeña: vivir sin preocupaciones, feliz en mi ignorancia. En ese momento me convierto en un producto mezcla de Carolina Durante e Immanuel Kant y pido que me quiten la razón, que esta solo me ha echado más penas encima. Pienso que envidio al hombre común, al niño o al barro tierno que fluye, moldeable y adaptándose a los agentes externos sin que le pese. Que añoro el tiempo en el que todo era otra cosa y no sabía que el mundo funcionaba cómo funciona.
Pero me niego de nuevo. No estoy de acuerdo contigo Rubén Darío, aunque a veces sea más fácil verlo como tú. Sí que hay dolor más grande que el dolor de ser vivo y mayor pesadumbre que la vida consciente. Ese es el dolor de vivir desconectado del entorno, encapsulado sin que nada te turbe ni afecte. Soy una pieza ya cocida, lejos de estar terminada pero que poco a poco coge forma y solidez. Paradójico pero el peligro de romperme aumenta a medida que me hago más fuerte. Y esto da miedo. Porque soy más consciente de lo que está mal, de mis fragilidades y de las del mundo. Pero huyendo de Kant, no creo que el conocer y ser consciente sea la llave a la infelicidad, al contrario, es lo que te conecta con lo que vives, lo que te ayuda a permanecer en el aquí y en el ahora.
El conocimiento puede ser abrumador, genera impotencia y cuanto más conoces más difícil se hace convivir con todas las contrariedades del mundo. Turba la conciencia y hace preguntas. Pero si lo sabes usar, si sabes lidiar con ello y explotarlo, puede ser igual de motivador que la ignorancia de la niñez. No es más dichoso el árbol que es apenas sensitivo porque no sentir no es la solución. El remedio es usar el sentir para vivir, no con miedo sino con conciencia, uniéndote a lo que ocurre y siendo parte del cambio que quieres ver.
Por Arantxa Lastres