El cáncer de la envidia

Hace muchos, muchos años fui parte de una escena que se me quedó grabada en las retinas para el resto de mi vida. Corría diciembre del 2014, allá cuando se podían hacer planes multitudinarios en los que poder disfrutar de la vida de una forma desenfadada sin restricciones de ningún tipo. Uno de ellos fue una fiesta de cumpleaños a la que me invitó una buena amiga de aquella época. Fue en su apartamento de Madrid centro, que a partir de las 22:30 se comenzó a llenar de adolescentes con ganas de divertirse. Pasado un buen rato de los clásicos dos besos y presentaciones entre todos, como suele suceder en todas las fiestas, comenzaron a crearse pequeños grupos de personas en los que en cada uno se cocinaba a fuego lento un tema de conversación diferente. En un momento en el que estaba distraída sin hablar con nadie, decidí sintonizar mi oído a la frecuencia de la conversación de varios chavales que hablaban sobre ligues y amoríos de instituto. ¡Qué interesante!, ¿no?

Empezaron haciendo un breve resumen de las personas con las que habían tenido algún tipo de historia sentimental, hasta que poco a poco se fueron acabando las historias de los allí presentes y dieron comienzo los cotilleos de personas que no estaban entre ellos.

La conversación fue progresivamente degradándose hasta el punto en el que uno de los chicos les preguntó al resto sobre “la chavala más guarra del curso”. Sin dar crédito de tal pregunta, me limité a observar y escuché atónita el nombre y apellido de una chica a grito pelado en boca de otra chica de las que allí estaban presentes. Además de sorprenderme que fuera otra mujer la que pusiera en evidencia a esa popular adolescente, me bloqueó la mente el que se creara un diálogo horripilante enumerando las “guarradas” de aquella chica. Dio la fatídica casualidad de que tuve la oportunidad de conocer a esa niña a la que identificaron como “puta” en un campamento hace un par de años y algo dentro de mí se entristeció.

Lo primero que se me vino a la mente fue el cuestionar si realmente ese juicio vago e insultante se correspondía con la persona que conocí yo hace años. Inconscientemente, ni siquiera en ese primer momento me aferré a la idea de persona risueña y encantadora que me formé cuando la conocí. Ni siquiera rechacé toda esa sarta de calumnias sobre ella, porque algo dentro de mí me animó a cuestionarlas y a reconsiderar si “después de todo, detrás de una cara bonita puede esconderse cualquier cosa”. Me produje a mí misma un poco de asco pero, cuando fui consciente, automáticamente se me vino a la mente el que podía existir la posibilidad de que en ese grito de su nombre asociado a la palabra “guarra”, se podía esconder una envidia muy fétida. Al fin y al cabo, Carmen era una chica alegre, inteligente e insultantemente sociable. Tan sociable que era difícil no empatizar con ella. Además de eso, acumulaba muchos éxitos amorosos y eso levantaba ampollas. Más tarde me enteré de que uno de los chicos con los que estuvo Carmen fue justamente uno por los que estuvo aquella idiota que la llamó puta en esa fiesta. Y ahí, simplemente até cabos.

Carmen tuvo lo que esa chica deseó tanto en un pasado. Carmen vivió por un tiempo el deseo de otra persona, aunque ese mismo anhelo después se convirtiera en puro veneno hacia ella. Y toda esta amalgama de deseos y venganzas solo se puede explicar con la envidia. Además, tengo la teoría de que el ser humano tiende a ser un inconformista por naturaleza y que eso le lleva a estar constantemente comparando su vida con la de otros. Es como si se tratara de un mero mecanismo de adaptación: comparo mi realidad con la de otro con el objetivo de darme cuenta de que puedo mejorar lo que actualmente tengo y así, me amoldaré mejor a todo lo que traiga la vida. Sin embargo, el problema siempre aparece cuando esta comparación sana e inocente se rebela contra nosotros mismos y empieza a humillarnos sin compasión. Y aquí, señoras y señores, nace la envidia: el cáncer de la sociedad. Aquí es cuando aquella muchacha deja de desear estar con el chico con el que estuvo Carmen y decide atentar contra ella y contra su imagen porque representa todo lo que ella nunca tendrá. 

La envidia nace de una profunda (e inacabable) sensación de disgusto con lo que se tiene en el momento sin importar el valor de aquello que se tiene. Por poner un ejemplo, una persona con un yate y varias mansiones perfectamente puede envidiar a otra por alguna razón. Por poner un símil más cercano a la población media, una persona con pareja estable, trabajo estable y buena salud puede perfectamente envidiar a otra porque “está laboralmente en un puesto superior a mí, y me lo merezco más que ella”. 


Esos deseos de abrazar lo que otros poseen en su vida no acaban en eso, sino en un inquietante anhelo de que el otro fracase, porque es cuando el otro fracasa el momento en el que nos vemos sobresalir en algo. Logramos un guiño de aceptación ante nosotros cuando el que se humilla por circunstancias de la vida es otro y no nosotros. Eso, en cierto modo nos atrapa en una falsa sensación de consuelo cuando vemos que otro puede llegar a sentir la miseria que vemos cuando miramos ciertas cosas de nuestra vida. Nos sentimos falsamente aliviados cuando no somos los únicos que se sienten mal. 

Como ves, querido lector, ese natural y evolutivo sentido de la adaptación se ha visto deformado por un tumor que convierte ese sano deseo de mejorar en mediocridad. Una mediocridad que nace en el momento en el que uno se siente importante porque al otro le va mal, no porque hayamos conseguido mejorar algo de nuestra propia vida con respecto a lo que éramos antes. Es como si la visión que tuviéramos de nosotros orbitara alrededor de los triunfos o fracasos ajenos y justo en estos últimos, nos sintiéramos mínimamente valiosos. Esta mediocridad, unida a la envidia, puede aniquilar el alma de una persona. 

Y quizás te preguntes, ¿qué puedo hacer para deshacerme de este despojo, que en el fondo cualquiera puede experimentar? Pues bien, la verdad es que no lo sé. Abordando el tema desde las raíces, lo primero que te diría es que los sentimientos de envidia nacen por algo. Eso, como bien he explicado antes, coincide bien con una falta de amor y de aceptación a la propia vida, a la propia situación. He de reconocer que el simple hecho de acoger (ya no de querer o abrazar) una sola limitación nuestra, es un escalón que se sube hacia la buena autoestima. Estas taras son distintas de unos a otros, pero hacen un daño parecido en todas las personas: por ejemplo, el reconocer que no somos los más listos, ni los más guapos, ni siquiera los más bondadosos y que aún así, no somos difíciles de querer si se nos quiere de verdad. Ni siquiera por nosotros mismos.

Este camino de decidir aceptarse como uno es, quiero dejar claro, será infinitamente siempre más complejo que el pasarnos la vida comparándonos con los otros, pero creo que merece bastante la pena. En el momento en el que uno se centra única y exclusivamente en conocerse a sí mismo, sus limitaciones y puntos fuertes y se convierte en una persona responsable de sí. Esa responsabilidad nos lleva a ser conscientes de todo lo que somos capaces de hacer y de aportar. Lleva a vivir en nuestras propias carnes el amor que crece dentro de nosotros y que somos capaces de llevar a otros. Saca a relucir nuestra inteligencia, ingenio y hasta el humor. Y casi lo más importante de todo, convierte a las personas en seres humildes: personas conscientes de su realidad y que justo por eso nunca estarán por encima ni debajo de nadie. Todo esto consume demasiada energía. Tanta, que lo más cercano con lo que acaba saliendo compararse de una forma más o menos competitiva es con el yo del pasado. Sin embargo, creo que a pesar de querernos y abrazarnos completamente siempre nos vamos a seguir comparando con el resto, pero quizás en esa medida patológica de rivalidad no caemos tan fácilmente.

Para terminar, me gustaría dejar clarísimo que todos hemos tenido envidia en algún momento de nuestra vida. Yo, incluida en ese colectivo. Y la verdad es que no está mal reconocerlo. De hecho, eso nos acerca cada vez más a esa aceptación de nuestras propias heridas que tanto cuesta abrazar. Y ahí, creo que empieza un camino que desde luego merece la pena recorrer. 

Y en ese momento, el cáncer se puede curar.


Por Clara Luján Gómez