Una casa dividida


Puede que suene como un anciano a punto de encontrarme con la parca, pero nunca creí que vería un hombre blanco semidesnudo con un tocado de bisonte liderar un asalto al Congreso de los Estados Unidos. Tampoco creí que vería banderas confederadas paseándose por sus pasillos, ni pequeños grupos de policía retrocediendo ante una turba en el edificio más sagrado del país. Y por encima de todo, nunca creí que vería a un presidente alentar un asalto al poder de una forma tan descarada, y nunca creí que vería algo así tener éxito.

 

El ejercicio de absurdo e intimidación que presenciamos el pasado 6 de enero es una consecuencia lógica del modus vivendi de Donald Trump como Demoledor en Jefe. Su primera y principal víctima ha sido el concepto de verdad o, mejor dicho, la idea de que se puede alcanzar una realidad objetiva basada en pruebas fehacientes. La segunda ha sido el prestigio de las instituciones americanas: su sentido de dignidad, de propósito, de decencia. No creo que sea algo personal para él; simplemente, estos dos principios representaban importantes estorbos para su forma personalista y marrullera de hacer política. El asalto al Congreso es la escena culminante de este proceso. En mi opinión, representa la razón por la cual Donald Trump se ha convertido en icono y mesías de una parte tan significativa de los votantes –y ciertas élites– estadounidenses: su voluntad de sacudir el sistema.


Donald Trump durante el rally Save America, horas antes 
del asalto al Congreso. Fotografía de Bloomberg.


Los problemas que atraviesa la democracia estadounidense preceden con mucho a Donald Trump. Las instituciones de los Estados Unidos cuentan con una gran cantidad de puntos de veto que permiten bloquear una ley o iniciativa en cualquier punto del proceso, lo que significa que es mucho más fácil impedir el avance que producirlo. Es un sistema diseñado para depender de compromisos, transacciones y acuerdos entre los dos partidos principales, así como de votantes razonablemente tibios que acepten ser representados por personas que, aunque no les inspiren, sean hábiles en el arte de la negociación. La fragmentación de poder se multiplica con una división del territorio en estados semi-soberanos y celosos de su independencia, que, para bien o para mal, complica la creación de políticas a escala nacional. Puede que el sistema americano esté construido sobre el mito de la revolución, pero en realidad es un auténtico anatema de todo aquello que representan las revoluciones: el cambio radical, rápido y profundo.

 

Esta tendencia a la estabilidad institucional suele tomar preferencia sobre las circunstancias de aquellos más perjudicados por el status quo. Después de la Guerra Civil Americana llegó un proceso llamado “la Reconstrucción”, durante el cual tropas federales se instalaron en el Sur para asegurar que los ciudadanos afroamericanos recién emancipados podrían disfrutar de sus derechos civiles y políticos. Esta ocupación militar resultaba tan infame para los representantes sureños que los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt argumentan en su libro Cómo mueren las democracias que el sistema estadounidense estuvo en serio peligro de volverse inoperante por la negativa de estos representantes a colaborar. La situación continuó hasta que se alcanzó el compromiso de 1877, en el que el partido Republicano se comprometió a retirar las fuerzas federales del Sur a cambio de que los representantes sureños se bajaran del burro. Así, la democracia nacional fue salvada a coste de abandonar a los ciudadanos afroamericanos del Sur –la mayoría de afroamericanos de la Unión– a casi un siglo más de segregación y violencia legalizada bajo el sistema Jim Crow.


¿Un precio justo?
Dibujo de Thomas Nast titulado "La Unión tal y como era:
La causa perdida, peor que la esclavitud", 1874

Pero, aunque el sistema americano es alérgico a la militancia política, su misma inercia y lentitud tiende a crear militancia entre los grupos desfavorecidos. La abolición de la segregación racial no fue culminada por un cambio gradual y sosegado, sino por un movimiento de masas de espíritu totalmente revolucionario: el Movimiento de los Derechos Civiles. La actualidad americana es heredera de los movimientos y contramovimientos que se han estado sucediendo desde esos días. Y, en general, creo que el balance ha sido positivo. Si la militancia política puede conseguir que se elimine un sistema tan profundamente injusto y abominable como Jim Crow, si puede conseguir la normalización legal de la comunidad LGTBI+, si puede criticar los excesos de la política exterior americana, si puede desafiar la brutalidad policial; si puede hacer todo eso y más, la militancia política ha merecido la pena. Pero la caja de Pandora funciona en ambas direcciones. Los votantes que llevaron a Trump al poder en 2016 también estaban profundamente resentidos con un sistema político y socioeconómico que sienten que les ha condenado a los márgenes del futuro.

Si aquellos que nos identificamos como progresistas seguimos promoviendo un activismo militante, no deberíamos sorprendernos de que aquellos que piensan diferente también lo hagan y que incluso lo lleven a nuevas cotas, convirtiéndose el activismo en una especie de carrera armamentística. Por tanto, considero que una de las preguntas más urgentes a las que tendrá que enfrentarse la democracia en el siglo XXI –y especialmente la democracia americana– es cómo canalizar la militancia política de una manera constructiva. En otras palabras, podemos crear un sistema que permita a los ciudadanos introducir su propio input para solucionar problemas estructurales que les afectan en vez de promover las protestas al margen del sistema. 

 

Yo opino que involucrar a los ciudadanos en política de una forma directa, auténtica y relevante es una buena forma de restaurar la confianza en el sistema democrático. En este sentido, considero que Europa está más avanzada que los Estados Unidos.  Varios países del continente, incluyendo a Francia, Irlanda, Suecia, Inglaterra y Escocia, han experimentado con la creación de asambleas ciudadanas sobre política climática, lo que está creando una riqueza de información sobre cómo funcionan estos órganos y qué tipo de canales se pueden habilitar para integrar sus conclusiones en la legislación. Irlanda, un país en el que buena parte de la población es profundamente católica, utilizó una asamblea de ciudadanos para reconsiderar la estrictísima ley del aborto, basada en la 8º enmienda de la Constitución, que prohibía la terminación del embarazo en casi cualquier caso. Esta situación dio pie a un referéndum en el que un 66% de los participantes votaron a favor de eliminar este artículo. 


Las asambleas ciudadanas no son la solución a todos los problemas. Pero es una iniciativa interesante y fácil de implementar. Puesto que sus integrantes deben ser elegidos al azar y de forma representativa, es concebible que se convierta en un espacio que erosione las barreras del partidismo al juntar a individuos con posturas políticas diferentes para debatir sobre medidas que les afectarán a todos. ¿Hasta qué punto serán eficaces para desactivar la acrimonia política y crear políticas que proporcionen un resultado más justo para un mayor número de personas? ¿Podrán sustituir a las protestas masivas como la principal forma de la ciudadanía de hacer llegar sus demandas al gobierno? Simplemente no lo sabemos. Pero creo que sería un primer paso adecuado y asumible para seguir mejorando el paradigma del sistema democrático moderno, en Estados Unidos y en el resto de democracias del mundo. 



Por Javier Díez