La gran mentira del nacionalismo

Los partidos nacionalistas no buscan el progreso de esa parte de la sociedad a la que supuestamente representan, sino el beneficio propio tanto de los miembros del partido como de los grupos empresariales que los apoyan. Hala, ya lo he dicho. Ahora trataré de explicarlo.
Más de uno que haya llegado hasta aquí —os lo he puesto fácil, que estamos a comienzos de año— puede pensar: "pues igual que el resto de partidos"; y yo no le voy a llevar la contraria. Pero el nacionalismo tiene un punto más destructivo que marca cierta diferencia.
Empecemos por el principio. El nacionalismo es un movimiento que surge entre finales del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Se podría decir, resumiendo muchísimo, que aparece como consecuencia de la revolución francesa, de la mano de las nuevas ideas liberales y adornado después por el Romanticismo —la exaltación del yo, la lucha contra el opresor (sea quién sea), el retorno a los valores legendarios...—. En cualquier caso, lo que es innegable es que el nacionalismo no surge de manera espontánea, sino que es introducido en las mentes de las masas mediante grupos minoritarios y de manera consciente.
Ya que estamos echando la vista atrás, podemos pensar que no ha sido malo o negativo todo lo que ha provocado. Ahí tenemos a nuestros vecinos, Alemania e Italia, surgidos de un movimiento nacionalista. Es verdad que los treinta y pico estados germanos que se acabaron uniendo al reino de Prusia eran más fuertes juntos que por separado y Alemania ha sido, es y será el motor de Europa. Y aunque no todos los italianos afirmarán que su unión esté aún equilibrada (nuestra clásica pelea norte contra sur se puede apreciar igualmente en el país alpino) tampoco sería uno de los cinco principales países de la Unión Europea si cada región fuera por su cuenta.
En cualquier caso, todos estos movimientos históricos, desde los diputados franceses que se encerraron en la sala del juego de pelota en Versalles en 1789, hasta los líderes de Prusia y Piamonte que lideraron sendas unificaciones, todos hablaron en nombre del pueblo oprimido y enarbolaron la bandera de la libertad y del derecho a la autodeterminación. Todos lo hicieron en nombre de la masa campesina, sin formar parte de ella. Reduciéndolo a un esquema un tanto básico, tenemos a un limitado grupo de políticos, burgueses y personas con cierto poder, sobre todo económico, que usa como ariete a una ingente masa popular para conseguir sus objetivos.
Cuando el liberalismo, la revolución industrial y la sociedad de clases se va abriendo paso en los diferentes países europeos, la clase burguesa va haciéndose con el poder económico. La liberalización del mercado, el acceso a los medios de producción y, muchas veces, el favor de las monarquías que veían en ellos a un grupo mucho más dinámico y beneficioso que la inmóvil nobleza, hicieron de la burguesía la clase social predominante, al menos en la esfera económica. Y por un tiempo fue suficiente. Ese techo de cristal que representaba la sociedad estamental había desaparecido. Ahora ya podían mirar frente a frente a la nobleza que siempre los miraba por encima del hombro.
Pero una vez que eso fue lo habitual, anhelaron ir un paso más allá. Entonces quisieron el poder político. Y se dieron las llamadas revoluciones burguesas, que exigían un sistema parlamentario más abierto, una Constitución que limitara los poderes del rey... pero que el voto fuera censitario, es decir, reducido a aquellos con ciertas rentas, no vaya a ser que vote el pueblo analfabeto (que lo era) y se "equivoquen". En esas revoluciones siempre andaba implicado el pueblo, eran la fuerza bruta. Pero los dirigentes eran los burgueses, los educados, los que tenían estudios, los que te decían lo que había que pensar, los que te abrían los ojos. Y el pueblo los seguía, claro que sí. Y sus condiciones de vida, poco a poco, fueron mejorando, es cierto. Pero no demasiado. Muchos pasaron de ahogarse en el campo, cuyas tierras pertenecían a los nobles en su mayoría, a ahogarse en las fábricas, muchas veces en manos burguesas... Es entonces cuando aparece poco a poco un nuevo invitado a la fiesta, el socialismo, pero esa es otra historia.
¿Por qué os he contado todo esto de los burgueses? Porque el nacionalismo es de origen burgués. Usa al pueblo, le introduce en la cabeza todas las teorías nacionalistas que hagan falta, ya sean más legendarias o más reaccionarias, se aprovecha de una cultura, un pasado, una lengua común —que muchas veces son elementos reales y muy valiosos— para que el pueblo salte y le siga como al flautista de Hamelin. Pero no quiere de verdad el beneficio del pueblo. Busca su propio interés económico y político.
Y esta misma táctica es empleada por muchos otros movimientos. Hicieron lo propio los fascistas de Mussolini, los nazis de Hitler o los sublevados de Franco; y antes que ellos los comunistas en la revolución rusa. Tomo al pueblo, aprovecho su frustración y les doy una solución única y completa a todos sus problemas. Les pido que lo dejen todo en mis manos y después me dedico a convencerles de que ahora están mejor que antes, aunque generalmente no es así. Y es lo mismo que hace el populismo hoy.
Se trata de tensar la cuerda todo lo posible para ir consiguiendo cuotas de poder. Agitarán el avispero las veces que haga falta para poder rascarle al Estado central las competencias y privilegios que puedan, ¿pero esos privilegios de verdad suponen mejoras para el ciudadano medio? Haría falta un estudio en profundidad para verlo bien pero, ¿realmente se ha beneficiado la mayor parte de la sociedad vasca o catalana de las competencias transferidas y de los conciertos económicos? ¿O han ido a parar a determinados grupos sociales: empresas concretas, partidos políticos?
Y si la respuesta es que sí, que ha supuesto una mejora para la inmensa mayoría de esas sociedades, lo cual podría hacerme entender —que no compartir— que los nacionalismos reciban apoyo, la siguiente pregunta es: ¿a qué precio? Porque a nada que rasquemos un poco tras el discurso oficial, lo que encontramos en ambas sociedades es desunión, tensión interna, desconfianza, bandos, familias y amistades desgastadas o rotas... y todo por un asunto que no es intrínseco, sino postizo. Un debate completamente extrínseco, inoculado a sabiendas del daño que acaba provocando.
Mucha gente sencilla, que tiene un pequeño negocio, que llega justa a fin de mes, o que simplemente tiene una existencia media, sin grandes lujos, se deja arrastrar por la corriente nacionalista, por los cantos de sirena de un futuro mejor en una supuesta nación independiente que nunca va a llegar porque no es interesante económicamente, solo como cebo. Y sobre todo porque, en los ejemplos que he ido utilizando, esos grupos sociales medios y bajos solían vivir en malas condiciones y, por lo tanto, tenían poco que perder. Pero hoy la mayoría de la población disfruta en mayor o menor medida del llamado estado de bienestar, de manera que sí tiene mucho que perder. Por eso no es de extrañar que las posiciones más extremas —nacionalistas, de izquierda, de derecha, etc.— se hayan extendido en un contexto de crisis económica y recesión mundial. Cuanto menos tienes que perder, más te agarras a un clavo ardiendo, por muy absurdo que este parezca.
Ojalá los votantes del nacionalismo se den cuenta y este pierda fuerza, aunque solo sea para que se modere y dejen de provocar conflictos inventados que solo dejan personas, amistades, familias, culturas y sociedades rotas por el camino.
Photo by Robert Schöller on Unsplash

Por Fernando Santos