Todos quieren ser ya gato jazz

 -Música de color para una época gris-

Con especial agradecimiento a Jazz lo sé, un gran podcast de divulgación sobre este género y su evolución histórica.


No he podido dejar de fijarme en vuestras caras largas. Parece que la curva de vuestras sonrisas se aplana conforme crece la curva de contagios. Los ánimos están bajos ¿eh? Poco puede ayudarnos que os pregunte por el tema. Mencionarlo, siquiera, podría ser causa justificada de agresión.

Hablemos, pues, de otras cosas menos importantes. Del tiempo... no, quizás no. El tiempo ha sido Filomenal estos días pasados. Hablemos, no sé, de música, de poesía, de danza. ¡Sí, eso es! Del arte y su habilidad para sostenernos en las épocas difíciles.

Quizás os suene un género de música mundialmente conocido que responde ante el nombre de jazz. Esta maravilla que ahora te parece un buen tono para escuchar en el ascensor o de fondo mientras estudias fue, en su día, una de las grandes revelaciones del mundillo musical. Una revelación a la que no mucha gente pudo resistirse en su época álgida. Moviendo masas. Primero de burdel en burdel y, más tarde, de teatro en teatro. ¿A quién no le gusta un buen gato jazz?

Los Aristogatos (Disney, 1970)

Tiene algo muy bello el jazz, algo sustancial, algo que queda fuera de la teoría musical y se acerca a la esencia del ser humano. Tiene color. No en vano, uno de los géneros fundadores del jazz es el blues. Referido tanto al dolor y la tristeza como al color azul. Muy recomendable, por ejemplo, el tema Black and Blue interpretado por Luis Armstrong. En él, ambos colores, negro y azul, se pueden escuchar en el hilo musical y en la letra que el prodigioso trompetista canta a placer. Es Louis Armstrong, como tantos otros músicos del Nueva Orleans de los primeros años del siglo XX, un gran ejemplo de lo que era el jazz cuando comenzaba. Pura pasión, innovación y creación constante, con un claro objetivo de transmitir sentimientos. Ya fuesen ilusión, alegría o dolor. El músico acudía al espectáculo y ofrecía su corazón, no ya en una bandeja de plata, sino a través de una trompeta oxidada. Gran parte de la crítica a los subgéneros más modernos del jazz es la de que han ido perdiendo esta potencia expresiva para dar paso a formas musicalmente más complejas que exhiben habilidad y elocuencia. Su lenguaje pone tanta atención en la forma que deja de comunicar. Me adscribo a esta crítica recordando que se trata de una generalización. Subgéneros como el bebop o el hardbop utilizan formas muy complejas sin perder la fuerza en el mensaje: la reapropiación del jazz como música negra y la crítica a las formas melódicas sencillas que sólo pretendían agradar a los blancos segregacionistas.

Si el jazz es un género con tanta carga emocional es, sin lugar a dudas, por una cuestión histórica. Saber dónde, cuándo y por qué nace nos permite entender los cimientos que sostienen su posterior expansión e influencia. Pues, esto hay que decirlo, el jazz se ha colado en todas y cada una de las culturas musicales. Sin desplazarlos, ha conseguido ronear con géneros tan dispares como la samba, el flamenco o la música clásica. Y siendo sustento del rock y del pop, tiene aún una gran influencia en la forma de la música comercial actual.

Si bien hay muchas leyendas sobre los inicios del jazz, existen varios puntos en los que historiadores, músicos y musicólogos coinciden. El jazz es un género fundamentalmente negro en sus orígenes. Esclavos de África y del Caribe, criollos y otros mestizos habitaban en comunidades muy heterogéneas. El crisol étnico que se reunía en torno al puerto de Nueva Orleans y la relativa libertad que habían obtenido los esclavos tras la guerra de secesión hicieron de aquel sitio geográfico un lugar de intenso intercambio cultural. Los franceses y españoles aportaron teoría musical, instrumentos, hábitos de ocio relacionados con la música y una cultura abierta que facilitaba la interacción con las personas de orígenes más humildes. Estas, por su parte, aportaron la pasión, la rebeldía, el talento y la elocuencia a la hora de crear mezclando todas las herramientas musicales a las que tuvieron acceso. 

Muchas fueron las contingencias que se sucedieron en el tiempo. Las canciones de trabajo de los negros habían dejado de ser de los esclavos y ahora podían escucharse también en los salones y, a pesar de las prohibiciones racistas, en las calles. Las bandas militares habían decaído tras la guerra y era fácil encontrar cornetas a un precio accesible. Las marching bands eran una parte importante del ocio al aire libre y tras la presión de la segregación racial dejaron a muchos músicos hábiles ávidos por mostrar su música. Los criollos, hijos de europeos y africanos, eran "negros ilustrados" que pudieron acceder a una buena educación, también en el ámbito musical, sin dejar de pertenecer a la clase oprimida.

Todos estos factores van sumándose como pequeñas olas que, al llegar a un mismo lugar en el mismo momento, generan un tsunami. El blues, de origen esclavo y de fuerte carácter, y el ragtime, con su ritmo alegre y sincopado o "ragged", fueron la cresta de aquella gran ola que entró a través del Mississippi y se derramó por todo el país. 


Algo más de un siglo después, una ola así de grande o mayor es la que podemos esperar de nuestra situación actual. Las comunidades de todo el globo se encuentran en un momento de crisis y de muy alta interacción cultural. La pandemia nos invita a relacionarnos en un mundo virtual donde las distancias geográficas se acortan hasta desvanecerse. El dolor social generado por la pandemia, por la crisis política del occidente y, con mayor peso, por la crisis ecológica, es sin duda una fuerza que ha de despuntar de alguna forma aún desconocida. Probablemente inesperada, pero creativa y amable. 

Confío en que, al igual que los esclavos en América transformaron la crueldad y la destrucción en creatividad y belleza, nuestra generación utilice la rabia y la inquietud para dar lugar a nuevas formas de confrontar la realidad. Ya sea político, social o artístico, el jazz que ha de surgir del siglo XXI debe reencontrarse con los proyectos en común. Creo que, en contraposición a la acuciante individualidad y a la cultura de la imagen, hemos de afanarnos en buscar soluciones integradoras. Donde no sea uno solo el gran improvisador sino que la creatividad forme parte de la red que conecta a las personas. Donde la fuerza y la emoción se generen en un constante intercambio bidireccional, pluridireccional. Donde seamos capaces de contener de forma elástica estas relaciones horizontales.

La modernidad líquida está pidiendo a gritos una membrana que la contenga. Un continente dinámico que, como ya hizo el jazz con la música, permita obtener nuevas perspectivas y generar comunidades integradoras. Ya se están erigiendo las "ciudades virtuales" que, impulsadas por personas del sur global, traerán el fin de la rígida relación entre artista y público, maestro y discípulo, político y ciudadano. Traerán, con suerte, un público que también cree, un docente que aprenda activamente de sus alumnos e importantes debates a discutir entre ciudadanos. Dejando, en este último caso, a los políticos en una posición menos mediática y con menor carga estética. Permitiéndoles, así, adquirir una actitud receptiva y ejercer como catalizadores reales del cambio.

Mientras que una partitura muy concreta y compleja era imprescindible para organizar a un grupo de músicos antes del siglo XX, cualquier persona que conozca el lenguaje del jazz podría hoy, dados tres o cuatro trazos en un papel, unirse a una banda y entenderse con el resto de intérpretes. En resumen, participar de lo colectivo sin prescindir de su estilo personal.

Por Juan Cabrera