Pablo, un chico normal

Pablo era un chico normal, tan normal que la gente al verlo pasar le sonreía. Su cara era tan común que todos creían reconocerlo. Como la mayoría de niños, dibujaba su casa con jardín y tejado triangular, aunque viviera en un bloque de pisos. Le gustaba ir a la playa en verano y su comida favorita era la pizza. No sabía muy bien qué quería ser de mayor, pero a la gente le decía que futbolista. Al fin y al cabo, eso era lo que querían todos sus amigos. La madre de Pablo era la que cocinaba en casa y su plato estrella eran los macarrones con tomate. Su padre era periodista y se pasaba el día entero en la redacción. Pablo tenía una hermana mayor a la que quería mucho, pero como es normal, a veces discutían. Los profesores del colegio no hacían demasiado caso a Pablo, pero tampoco llegaban a ignorarlo. Aunque tenía buenos amigos, ninguno de ellos era especialmente cercano. Cuando llegaba a casa veía la tele y después se sentaba un rato en la mesa de su habitación para que su madre creyera que hacía los deberes. En resumen, la vida de Pablo era normal.

Un día, de improviso, rompió a llorar. Su familia se alarmó y fueron todos corriendo para ver qué ocurría. Más que preocupación lo que sintieron fue sorpresa. Hacía años que no veían a Pablo tan triste y todos se preguntaban qué podía haber perturbado la vida perfectamente normal del pequeño. El pobre casi no podía hablar. Entre sollozos soltaba alguna frase, pero sus padres no conseguían hilar lo que decía. Después de varias horas intentando comunicarse con él sin éxito, decidieron dejarlo solo en su habitación. Pensaron que al día siguiente aquella extraña rabieta habría pasado. Cuando fueron por la mañana a ver cómo se encontraba, vieron que se había creado en el suelo del pasillo un pequeño riachuelo de lágrimas. Al abrir la puerta de su habitación, una gran ola los derribó. ¡Pablo había inundado la casa!

Aquel llanto desconsolado duró semanas. Al principio pensaron que podría seguir haciendo vida normal, pero pronto verían que no. Su cuerpo expulsaba tal cantidad de agua que llegó a ser un peligro para sus compañeros, por lo que sus padres dejaron de llevarlo al colegio. En su lugar, acudía desde por la mañana a la piscina municipal, donde sus lágrimas podían caer sin atemorizar a nadie. Durante aquel tiempo nadie consiguió que dijera nada congruente. El aluvión de agua que caía por sus mejillas no le permitía hablar con claridad. 48 días duró aquel llanto. Una vez se secaron sus ojos, los padres de Pablo decidieron llevarle con un afamado psicólogo infantil. Temían que hubiera sufrido un gran trauma del que ellos no se hubieran enterado. Al llegar a la consulta lo sentaron en un diván y por fin se quedó solo con el señor Fausto Martín. Fausto le preguntó cómo se encontraba. No recibió respuesta. Sus primeros esfuerzos para que el niño se expresara terminaron con idéntico resultado. Dirigía la mirada hacia la estantería que había detrás del psicólogo, pero no se detenía en nada en particular. Por fin, después de que el silencio hubiera inundado la estancia durante un buen rato, Pablo le dijo: “Es que…, es que me he dado cuenta de que soy muy normal.” El señor Martín entendió entonces lo que ocurría. Para cualquier persona aquella frase no hubiera significado nada, pero él supo enseguida a qué se refería Pablo. Decidió entonces hablarle de su pasado:

―Mira Pablo, cuando era joven pasé por una época parecida a la que tú estás viviendo ahora. Un día escuché a alguien en el instituto que hablaba de mí. Le oí decir que yo era un tío muy normal, que era majo, pero nada especial. A partir de entonces empecé a pensar mucho en esa palabra: normalidad. No me gustaba la acusación que caía sobre mí. Lo más natural es que hubiera sentido aquel adjetivo como un halago, pero verme reflejado de tal manera me asustó mucho. Empecé a creer que era cierto, así que le pregunté a mi abuelo si él pensaba lo mismo, con la esperanza de que no fuera así. Me dijo que sí, que yo le parecía un chico de lo más normal, pero lo importante fueron las palabras que pronunció después: “No importa lo que yo opine sobre ti, ni siquiera lo que tú opines sobre ti mismo, pues una persona no es normal ni anormal toda su vida. Todo cambia. La normalidad se presenta en nuestras vidas con ansias de dominarlo todo. Divide a las personas entre aquellas que desean ser perfectamente normales y aquellas que se afanan por distinguirse del resto. Las que parecen normales anhelan destacar y las que creen que son raras luchan por esconderse entre la multitud. Te diré un secreto. Todos buscan en vano.”

Cuando Fausto terminó de hablar vio que Pablo estaba de nuevo con la mirada perdida. Entonces el chico dijo: “Pues soy normal.” Se fue a casa y continuó con su vida. Durante algunos meses la gente siguió comentando el misterioso caso del niño llorón, pero pronto llegaron otros sucesos que reclamaron la atención popular, con lo que aquella historia fue olvidándose poco a poco. Pablo estudió economía y trabajó durante un largo tiempo en una empresa de seguros. Se casó y tuvo dos hijas. A los 50 años se interesó por la carpintería y construyó una casa en el bosque a la que se mudó con toda su familia. A los 60 se cansó y decidió volver a su hogar para vivir la jubilación como el resto de sus amigos del colegio. Pensó que, como bien le había insinuado Fausto, si a uno le apetece hacer algo extraordinario, pues debe hacerlo, pero si lo que quiere es ver el fútbol los sábados por la noche, nadie tiene por qué recriminarle su normalidad.


Por Jaime Cabrera González