La mañana de reyes, perfecta para practicar el mindfulness

Nervios. Muchos, muchos nervios. Hace no tanto tiempo saltabas de la cama sin haber dormido casi. El poco tiempo que habías conseguido dormir era porque tus padres te habían soltado la famosa amenaza “hasta que no te duermas, no vienen los reyes”. Te levantabas con la casa oliendo a churros con chocolate y con una filita de caramelos por todo el pasillo que conducía a la puerta del salón. Una puerta que no se abría hasta que todo el mundo estuviese despierto y donde te esperaban los regalos que les habías recordado a las carrozas reales la noche anterior. Sin duda, la mañana más mágica de todas.

Cuando se es niño, la mañana de reyes te hace sentir verdaderamente especial. Todo el esfuerzo de portarse bien durante el año se ve recompensado con magia. Pero claro,  no todos los niños tienen esta suerte de sentirse especiales.

Allá por bachillerato frecuentaba un centro en el norte de Madrid en el que voluntarios impartían clases extra los sábados por la mañana a niños de primaria con padres inmigrantes. La mayoría no dominaban el español y es por esto por lo que les costaba un poco más de esfuerzo aprobar. Cuando repartían las notas en el colegio, los profesores voluntarios pedíamos a los niños que nos las enseñaran para ver si había que apretar más en mates o en lengua. Muchos de ellos se hacían los locos durante un buen rato, pero al final nos las daban con una condición: “por fa, por fa, por fa no se lo digas a mis padres”.

Si he dicho antes que los niños son lo más especial del mundo, entonces los niños del centro de Madrid yo ya no sé que son. En el autobús de camino al centro los niños ponían reggaetón para después entonar “shoulders, knees and toes” en el repaso de inglés. En el recreo Jonás soñaba con ser “mucho mejor que Messi” y Eva con ser médico. Eva era la niña que cortaba el bacalao en el patio, todos hacían fila para tener una consulta con ella. Los aires de “mini diva” se le quitaban cuando le tocaba recitar el “sana sana culito de rana” a quien se lo pidiese.

Después de las vacaciones de navidad se retomaron las clases y a mí, como una idiota, no se me ocurre otra cosa que preguntar a Jonás si los reyes le habían traído la pelota que había pedido. “No, no me han traído nada… me han dicho que este año no me he portado bien”. Me mira y con tono amenazante me suelta: “Oye, tú no les habrás dicho nada de lo de las notas, ¿no?”.

Esta fue la primera vez en la que me di cuenta de que la realidad detrás de los datos de pobreza infantil y niños en riesgo de exclusión social era tangible. Los datos se habían hecho humanos; Jonás es un niño y no un número dentro de una cifra.


Acción artística con velas del grupo Boa Mistura para visibilizar los cortes de suministros en la Cañada

El problema es que los datos son muy fríos. Muy necesarios y útiles pero fríos. Vamos, que no le hacen bien a nuestra empatía. No me daba cuenta de que el día de ayer, la mañana de reyes, es distinta para algunos niños hasta que Jonás me pegó una bofetada de realidad. Y mira que había oído veces y veces que teníamos un problema para acabar con la pobreza infantil en España…

Sin ir más lejos y por poner otro ejemplo, anda que no oímos a diario las cifras de fallecidos por COVID. Sin embargo, todas las fiestas, copas, chanchullos para reunirse etc., me hacen preguntarme realmente hasta qué punto somos VERDADERAMENTE conscientes de que han muerto miles de personas en nuestro país. Mi abuela, que pocas veces se enfada y que veía en la tele cómo la gente no terminaba de reaccionar, me decía: “a todos estos que se van de farra les ponía yo a trabajar de voluntarios en las UCIS”.

Vamos que entre Jonás y mi abuela también me di cuenta de que ese dicho de que no nos damos cuenta de lo que pasa hasta que vive de cerca, lleva más razón que un santo. Entendemos mejor una injusticia cuando damos el paso de acercarnos a ella.

Nos pueden dar la turra con datos con los que evidentemente podemos llegar a interpretar la gravedad de una situación y ajustarnos con prudencia (o no) a los hechos. Por ejemplo, con el tema coronavirus, el hecho de que los casos suban nos da a entender que la situación no mejora. Sin embargo,  me pregunto si los datos nos ayudan a darnos ese empujón de empatía, esa capacidad de reacción que nos falta para que un problema social cambie.

Creo que la clave está en no quedarnos en la información porque, si bien estar informado es prioritario, pienso que estar enterado es otro concepto muy distinto. Estar enterado es ser consciente. ¿Pero cuál es ese empujón? ¿Qué nos motiva a cambiar?

Últimamente se está poniendo muy de moda eso del mindfulness, un conjunto de ejercicios con el objetivo de que aquel que lo practique sea consciente y preste más atención a las sensaciones que percibe, al presente. Este año voy a inventar la palabra entornofulness y a ver qué pasa. Consiste en llevar la idea del mindfulness al máximo nivel. Intentemos así prestar más atención para conseguir adoptar una percepción humana de los datos fríos que cuantifican realidades ajenas muy duras. 

Suena muy happy flower, lo sé. Prestar atención a otros resulta complicado muchas veces. Bien porque estamos encerrados en nuestra propia realidad (la rutina y sus problemas) o bien porque nunca hemos dado el paso de acercarnos a otras realidades. 

Me explico. Si por ejemplo una persona ha estado tratando semanalmente con un niño en una situación familiar complicada, empatiza y siente por lo que está pasando, quizá, cuando oiga que hay más de dos millones de niños como aquel en España, la cifra no le pase desapercibida.

Así pues, la conclusión que saco de todo esto a modo de reflexión sobre el día de ayer, vendría a ser que este 2021 debemos intentar orientar el mindfulness hacia fuera de nosotros mismos, poniendo así toda la atención al entorno y humanizando más esas cifras que antes nos resultaban tan frías.



Por Lucía López Arana