Salvador Dalí: La persistencia de la memoria (1931)
“Cuando te regalan un reloj te
regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”
Instrucciones para dar cuerda a un reloj, Julio Cortázar.
Hace años, por mi cumpleaños mi
padre me regaló un reloj. Uno sencillo, de pulsera, para llevarlos atado a la
muñeca en todo momento. Ya era capaz de controlar los minutos y horas, ser
puntual y no perderlo. Lo que él no sabía es que ese día me hizo esclava del
tiempo. Hoy vendo mi reloj, en buen estado, ya no lo quiero.
Nuevo año, sin embargo no hay
nueva yo. Sigo siendo la misma. No cambié. Y como todos los años me pongo un
poco triste al terminarlo. No solo al pensar en el riesgo de hipotermia de las
presentadoras de las campanadas, sino también porque ya he consumido otros 365
días. No soy el Grinch pero el último día del año me invade una mezcla de
nostalgia y extrañeza que no encaja con los matasuegras y espumillones que
compramos para celebrarlo. Nochevieja me ataca como un recordatorio del
transcurso del tiempo que se agota y nos deteriora a mí y a los que me rodean.
No tengo miedo a envejecer pero no soy la única a la que el día de su
cumpleaños le genera vértigo ser consciente de la velocidad a la que
transcurren nuestras vidas. Estas fechas señaladas del calendario me obligan
siempre a parar, mirar al pasado y al futuro y esto me remueve.
Las doce uvas, las campanadas y el
champán a las 00:00:00 son el epítome de esta extrañeza que comparto con mucha
más gente del hoy y también del ayer. La humanidad ha tenido siempre una
obsesión con el tiempo. Desde Aristóteles y Newton hasta Einstein. Lo dividimos
en años, meses, días, horas y segundos para comprenderlo. Fabricamos relojes de
arena, agua, fuego, sol y cuarzo para medirlo. Lo representamos en cine y
literatura con viajes al pasado y futuro. Nos regimos por él, lo adaptamos a
nuestras necesidades y lo dotamos de una dimensión psicológica que nos invita a
regenerarnos y mejorar mientras consumimos los minutos que se nos han
dado.
¿Seré cronófoba? ¿Odio el tiempo?
Si lo soy, no soy la única. Los inuits que habitan en el Ártico oriental canadiense
carecen de palabras en inuktitut para definir el concepto del tiempo y hasta la
llegada de los misioneros, este se seguía midiendo por las estaciones, los
astros y las migraciones animales. Los pirahãs son una tribu amazónica que
ignora la edad y viven anclados en el presente, sin palabras para los números y
siendo pioneros en centrarse en el ahora. El tiempo es para ambas tribus algo
leve, no les pesa ni les agobia. Es un mero fluir. Qué envidia. Cada hito
temporal no les supone una obligación de reciclarse, regenerarse o escribir
listas de buenos propósitos incumplibles. Ni inuits ni pirahãs necesitan
ponerse metas y objetivos porque no les pesa la losa del tiempo.
Hasta que consiga mi pasaporte
inuit, cada 31 de diciembre intento enfrentarme al tiempo a mi manera. Esa
tarde me doy un paseo y voy al cine. No compro palomitas (la única vez que no
lo hago, por la cena de después) y me evado durante un par de horas. Es así,
con la mente despejada y habiendo relativizado esa nostalgia que trae el que un
año se acabe, como me veo más capaz para empezar otro que me mira desafiante.
Mi estrategia de distracción del tiempo suele funcionar y aunque no sea una
gran cinéfila (una vez confesado que no me gustan las uvas ya cuento todo) ese
día consigo centrarme en la película y meterme en ella profundamente.
Digo suele porque este año no ha
sido así. Fue culpa de Anthony Hopkins y Olivia Colman en la película El
Padre. Sufrimiento, confusión, agobio, miedo, tristeza, o incluso esa
nostalgia magnificada fueron las sensaciones con las que salí de la sala. ¿El
motivo? Un drama que te lleva a vivir en primera persona los efectos de la
demencia y el envejecer. Un retablo de las trampas del tiempo. Anthony como un
padre enfermo de Alzheimer y Olivia como una hija que procura ayudarle
contratando una asistenta para él. Esta Nochevieja el paso del tiempo me ha
abatido por partida doble. Tratando de no ser consciente de su paso, me he
topado con él de lleno. Como se dice en castellano, “¿no quieres caldo? pues
toma dos tazas”.
Anthony, el protagonista de la
película, tiene Alzheimer. Es una enfermedad de la memoria y de la conciencia
del tiempo. El personaje y su entorno sufren por su pérdida. Es brillante como
el director consigue con apenas seis actores y sin salir de un piso, que
sientas la angustia del enfermo de Alzheimer al deteriorarse. Y del mismo modo
la angustia de su hija que percibe y siente el dolor de su padre. Tratando de
escapar de la obligatoria y estresante reflexión anual de fin de año, me empaché
con dos horas de drama sobre las consecuencias de la pérdida de conciencia del
tiempo. He sentido más cerca que nunca el paso de los años. Me he dado
cuenta de la tristeza de no recordar el pasado, de la importancia de exprimir
el presente y de la necesidad de adueñarse del futuro.
Cortázar otra vez: Cuando te
regalan un reloj “Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-,
te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero
no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito
desesperado colgándose de tu muñeca. (....) No te regalan un reloj, tú eres el
regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj”.
Finalmente no venderé el reloj.
Quito el anuncio. He decidido quedarme este pequeño infierno florido,
precisamente porque me recuerda el paso del tiempo. Y también porque me
lo regaló mi Padre y de eso no quiero olvidarme.