En el Callejón del Gato, el precio de una vida

Ilustración obtenida de Rutas Salinas

¿A qué precio estarías dispuesto a vender la vida de un ser vivo?

En 2013 un grupo de ratones de laboratorio y una muestra de no menos de 388 individuos participaron en un experimento. Este pretendía analizar una cuestión inherente al nacimiento del comercio, que de ser cierta plantearía un punto de inflexión sobre el discurso de los beneficios e inconvenientes del intercambio de bienes y servicios. El experimento buscaba evaluar la posibilidad de que el mercado erosione los valores morales de los intervinientes del mismo. Concretamente, se pretendía analizar el efecto que los movimientos fluctuantes del mercado estaban teniendo en la disposición de permitir, de tolerar, el daño a un tercer ser. 

La disyuntiva a la que se enfrentaban los participantes consistía en: sacrificar la vida de un ratón de laboratorio por dinero, o salvarlo y que pudiera vivir tranquilamente el resto de años que le quedaran. Este interrogante fue planteado en distintos contextos. A un grupo de individuos se les dio una dotación inicial de veinte euros y de manera individual se les fue preguntando: ¿estarías dispuesto a pagar un euro por salvar al ratón de laboratorio que te ha sido asignado? ¿Estarías dispuesto a pagar dos?… ¿Veinte? Posteriormente, el precio era escogido aleatoriamente. Si se había indicado que se salvase al ratón al precio que había salido fruto del azar, el ratón se salvaba y el individuo obtenía, finalmente, veinte euros menos dicho precio. 

A los otros dos grupos se les planteó el mismo debate interno pero en un entorno distinto, en el entorno de un mercado simulado. En uno de ellos se emparejaba a participantes que serían unos compradores y otros vendedores; al vendedor se le otorgaba a un ratón y al comprador se le asignaba una dotación inicial de veinte euros. Ambos podían interactuar y alcanzar un precio consensuado que era pagado al vendedor y era sustraído al comprador de su dotación inicial. Dicho consenso suponía no salvar al ratón, por lo que la salvación venía cuando ambos intervinientes no alcanzaban un precio común. Por tanto, la no venta significaba la liberación de la muerte para el ratón. En el segundo de ellos la modificación consistía en la creación de unos subgrupos de interacción más grandes, concretamente de nueve compradores y siete vendedores. 

El experimento mostró lo siguiente: más del 70% de los participantes de los dos últimos grupos (aquellos que actuaban en un contexto de comercio) estaban dispuestos a que se matara al ratón por menos de diez euros (y, por consiguiente, obtener ellos dinero); en oposición, en torno al 45% de los participantes del primer grupo (aquellos que actuaban individualmente, aquellos que decidían sin intromisiones externas) estaban dispuestos a no salvar al ratón por menos de diez euros. Con ello, se mostró cómo el individuo se ve afectado por el mercado, cómo el juego del intercambio influye en esos principios morales mamados desde la infancia (como la valoración de la vida por encima del dinero), que  no son tan inamovibles como se creía. 

Ante ello, cabe pararse y plantearse la posibilidad de que el mercado no sea lo más apropiado para ciertos sectores, que esa larga mano invisible que logra el equilibrio de cantidades y precios no reporte los mejores beneficios para la sociedad. Que, al entrar en el juego del intercambio de ciertos productos, la mayor parte de los individuos cae inexorablemente en el Callejón del Gato de Valle-Inclán; en un espacio en el que el sujeto acaba deformándose entre espejos cóncavos y convexos, en el que sus preferencias e incluso sus creencias se alteran de tal manera que se hacen poco a poco irreconocibles a las originarias. Sin embargo, estas no se pierden, no se difuminan de tal forma que el individuo no puede volver a ellas. Pues, en el fondo, este proceso es una ilusión, una transformación que se produce al quedarse hipnotizado con los espejos y no mirarse a sí mismo. Por ello, cuando el individuo sale de esa ensoñación, de ese callejón y se mira en el reflejo de los escaparates de las calles colindantes, se ve como realmente es. 

Ahondando en la cuestión, cabe plantearse si el mercado posee esos efectos distorsionadores en otros sectores, en donde a la decisión de compra o venta del individuo no subyace un dilema moral, un coste moral, sino que en la misma solo se plantea una disyuntiva fruto del coste de oportunidad. Esto fue analizado en el experimento precedente. En él, se concluyó que las transacciones comerciales (en las que no hay un coste moral) no generaban una distorsión en las decisiones individuales, en las preferencias. Por consiguiente, habría que estudiar en qué mercados se ponen en peligro ciertas cuestiones que son objeto de valoración social positiva y que, por tanto, son objeto de protección. Habría que encontrar el equilibrio entre esa expansión invasora que busca la mercantilización, y los bienes que han de ser protegidos para no dañar valores como la libertad, la vida… Hay que encontrar un equilibrio en la tensión.

En suma, una economía de mercado aporta innumerables ventajas para la sociedad. El intercambio de bienes y servicios ha permitido la especialización en aquellos sectores en los que se es eficiente, ha conseguido que los consumidores disfruten de un mayor número de variedades de productos, ha logrado el crecimiento y el desarrollo económico… Sin embargo, también ha traído aparejado tensiones, como la búsqueda del equilibrio entre la eficiencia y la equidad, y cuestiones menos provechosas como la distorsión de los patrones morales, de las preferencias. Con esta constatación de la realidad, no se pretende desvirtuar el inmenso valor del mercado, sino todo lo contrario: con ella se busca mejorarlo. Al fin y al cabo, las transacciones económicas son un elemento básico de la vida ordinaria y, las mismas, han de ser sometidas a evaluación para que avancen, para que crezcan los beneficios que reporta el tenerlas. 


Por Ana Fernández Bejarano


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