¿Salvados por las campanadas?



Como acompañados de alguna clase de magia, los últimos minutos de cada año nos permiten la capacidad, o la ilusión, de dejar atrás. Lo distópico de 2020 ha propiciado que esa sensación sea mayor que en otras ocasiones: los vestidos brillantes, cotillones y antifaces sobrarán este 31 de diciembre en un brindis de esperanza por lo que viene, de tristeza por lo que ha pasado y de alivio por haber llegado.

Hay una devoción al calendario que es preocupante. Peligrosa, incluso. Algo es más trágico si sucede un 25 de diciembre, menos profesional si es domingo y más feliz si es viernes. Naturalmente, el amanecer del 1 de enero no trae consigo un cambio tangible, pero sí uno psicológico generalizado: chinchín, borrón y cuenta nueva. Más allá de aportarnos un orden, el calendario nos quita libertad y fomenta la decepción: expectativas para cada época hacen que vivamos con tristeza lo que no las satisface y que no nos sorprenda demasiado lo que las alcanza.  

Es habitual depositar confianza en el 1 de enero, como si fuese un dique, barrera insuperable que se diferencia del resto de medianoches. Llama la atención, sin ir más lejos, el afán de la Unión Europea en empezar el proceso de vacunación en 2020, aunque sea en sus últimos días: a España, la vacuna llegará el 27 de diciembre, como celebrando haber llegado a tiempo. Ellos también quieren empezar el año con buen pie, pero contribuyen a la ilusión de que la pandemia es cosa del pasado. Pero han de ser conscientes de que, con eso, nos están haciendo menos tolerantes a la decepción, al fracaso. Que no se excedan en el optimismo, que puede volverse en su contra si un 20 de enero nos hablan de una ola de contagios mayor que las anteriores y una vacuna que está dando problemas. 

Medios de comunicación, empresas, órganos gubernamentales… todos parecen dejarnos claro que el virus le pertenece al 2020. En 2021, solo quedarán resquicios, pero en ningún caso afectarán a nuestro fin de exámenes, graduación o noche de San Juan. No olvidemos, sin embargo, que en junio también veíamos la luz al final del túnel y luego hemos recuperado las cifras del descontrol inicial.

Además, hay cierto egoísmo en el empeño en idealizar 2021 como el año de la recuperación y es que, si bien la pandemia fue global, la recuperación no lo será. No hablo en términos económicos: hablo de hambre, precariedad y falta de asistencia. Mientras a nosotros solo nos falta recoger, risueños, dosis de vacunas como caramelos en una cabalgata, hay un  fuerte contraste entre nuestras expectativas y el presagio de Naciones Unidas para el próspero año nuevo. “2021 será literalmente catastrófico”, decía a principios de diciembre David Beasley, director del Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas. Él mismo garantizaba que, muy probablemente, sería “el año de la peor crisis humanitaria desde la creación de la ONU”. Es decir, la peor desde el final de la II Guerra Mundial. 

Los augurios de Naciones Unidas no los recogieron gran parte de los medios españoles y, si lo hicieron, fue sin darles gran importancia. Desconsiderado, podríamos pensar, pero natural. Natural porque, si bien 2020 hizo que nuestros problemas se pareciesen a los de países menos favorecidos, fue solo espontáneo. 2021 parece suponer una vuelta al statu quo anterior en el que no, nosotros no, no pasaremos una crisis humanitaria. Ese espacio mínimo que ocupó esta advertencia en los periódicos responde a lo que nos interesa. Si no, es improbable que no se hubiese colado entre los primeros temas de la agenda informativa. O eso, o los medios no nos quieren dar noticias tan trágicas, lo cual me extraña. 

De cualquier manera, nuestra normalidad era eso. Las crisis humanitarias llegarán a quien, en menor medida, ya las sufría. Nosotros, quizás lleguemos algo menos holgados a fin de mes, no encontremos trabajo en meses o nos veamos obligados a suplicar un préstamo: nada que no hayamos hecho en los últimos quince años mientras la periferia se peleaba, nada que no sea mejor que 2020.

Es lógica la esperanza; sin embargo, debería haber una autocrítica a la felicidad con la que vivimos nuestro futuro más próximo. 2020 pareció dar a entender que ya no seríamos tan indiferentes a las desgracias ajenas, porque se hicieron nuestras muchas de ellas, con cifras propias de una guerra. Aquello fue efímero; hoy, la nueva normalidad supone también recuperar la sensación de que vivimos seguros, alejados de los hospitales sin camas, las muertes solitarias y las familias separadas que son cotidianas en parte del sur del planeta. Lo que se avecina no es un egoísmo sin precedentes, sino el egoísmo que ya nos caracterizaba antes. Esta vez, no a las ocho de la tarde, sino a medianoche, celebraremos, aplaudiremos. Aliviados, festejaremos la entrada de un año que se sabe letal para una parte del planeta. 


Por Alessandra Pereira