La forma de un recuerdo

Una pradera. Un pintor que decide plasmarla en un lienzo. Más de treinta años después se repite la misma necesidad. Sin embargo, poco tienen en común ambas obras.

La pradera de San Isidro (1788)


La romería de San Isidro (1820-23)

Goya quiso pintar la pradera de San Isidro en Madrid, pero lo que acabó dejando fue un espejo de su mundo interior. El primer cuadro está lleno de luz, transmite paz. No hace más que mostrar el lado bonito de las clases altas de la época. Debió de haber algo que atrajo al pintor, posiblemente un deseo de formar parte del mundo de lujos y despreocupación al que se le había introducido. Supongo que eso hizo que el desengaño que vino después fuera aún mayor. Los siguientes años de su vida no estuvieron llenos más que del dolor del que está obligado a observar el sufrimiento. Después de tanta angustia, en él sólo quedó un vacío oscuro que pasó a protagonizar sus cuadros. Y ese es el resumen de nuestras vidas: lo que vemos es un reflejo de lo que sentimos.

El mundo que yo veo no es el mismo que ves tú, y el de ninguno de los dos se parece en lo más mínimo al que veía Goya. Nuestra percepción es distinta porque nuestra vida lo es también. Pero hay algo que nos une: todos estamos hechos de recuerdos.

Pasamos por los días como si nos guiase una cuerda. Y, sin embargo, entre la rutina, acaba ocurriendo algo que nos desencaja. La cuerda se tensa de golpe. Se produce en nosotros un sentimiento tan fuerte que destaca entre los demás y queda inmortalizado en memoria. Si los humanos estamos hechos de recuerdos, los recuerdos mismos se componen de sentimientos. Normalmente, al echar la vista atrás, no son las imágenes y los sonidos lo que vuelve a nosotros, sino cómo nos sentíamos en aquel mismo instante. Revivir el pasado es volver a sentir. Dejar de ver algo no significa que acabe su existencia, sino que pasa a habitar en nuestra mente con la forma que le dimos en aquel momento, asociándole una sensación que es única en el mundo. Algo es real tanto tiempo como permanezca en la memoria.

Estas sensaciones que nos marcan son las que moldean nuestra percepción y es imposible huir de ellas. No sirve de nada intentar dar una visión racional a los sentimientos. Los seres humanos fuimos hechos para sentir y privarnos de ello es como cortarle las alas a un pájaro que ha nacido para volar.

Por tanto, no somos narradores objetivos, pues parte de nuestra historia es la forma que tenemos de sentirla. Podemos optar por desconfiar de lo que vemos, pero, si algo se siente como real, ¿no significa eso que lo es?

Hay un recuerdo de mi infancia que siempre ha destacado entre los demás. Un día, no sé cómo, encontré un collar del que colgaba un reloj de oro. Tras preguntar descubrí que era de mi abuela. Yo nunca la conocí, pero mi familia hablaba continuamente de ella, en especial mi madre. Era como una parte invisible de mi vida que nunca dejaba de sentir presente, y lo sigue siendo. Así que decidí quedarme el colgante. Lo llevaba todos los días a clase y se lo enseñaba a mis compañeros con el orgullo que suelen tener los niños pequeños. Un día un chico me dio un golpe sin querer y el colgante cayó al suelo, agrietándose el reloj. Yo, que siempre he optado por llorar como primera reacción a todo, no podía parar de soltar lágrimas. Es una imagen que nunca se ha ido de mi cabeza. Hace unas semanas estaba con mi familia y llegó uno de esos momentos en los que todos comienzan a contar anécdotas de mis abuelos. Fue entonces que decidí hablar de la historia del colgante, que hasta entonces no fui consciente de que nunca la había contado, pues mi familia me negó que hubiese ocurrido. Nadie recordaba que mi abuela tuviese un collar como el que yo describía. Desde entonces está en mí la inquietud de que tal vez fuese un sueño y, a pesar de eso, me sigo encontrando a mi misma repasando el momento en el que me lo colgué del cuello, el instante en el que el reloj dio en el suelo. No sé si ocurrió, pero eso poco importa porque de igual forma es parte de mis recuerdos. Para mi es real porque es la versión que vive en mí.

No existe una verdad absoluta, sino distintas afirmaciones que son ciertas para cada uno. Aunque recordemos los hechos de forma trastocada, son reales si esa percepción es honesta para nosotros. No podemos compararnos con los demás porque en nosotros no existe más que lo que somos; no conocemos más allá de lo que vemos y sentimos. Cada uno vive según ha aprendido a hacerlo. Si alguien no acepta su visión está condenado a sentirse fuera de lugar, pues su percepción es su propia vida, y no se puede vivir algo en lo que no se cree.

“Una ilusión compartida por todos se convierte en una realidad.” Al leer esta frase de Eric Fromm me dio por pensar que nuestra vida es una ilusión que vive en cada uno de nosotros, una historia que nos contamos cuando estamos solos y muy pocas veces decimos a los demás. Vemos y oímos cosas, y decidimos darles forma, encasillarlas bajo el nombre de recuerdos y unirlas en un conjunto que denominamos vida. Creamos símbolos a partir de elementos que nos hacen sentir. Alguien observó las estrellas y no vio astros en el espacio, sino historias que llamó constelaciones. Encontré un colgante y en él me recibió la mirada de mi abuela. Lo que para algunos carece de significado, para otros es un mar de memorias. Algo tiene tanta fuerza como decida dársele, y la vida solo tiene el significado que cada uno decida otorgarle.