Al pensar en la infancia y en estos temores, me viene al
recuerdo una película que vi cuando aún era muy pequeño para digerirla. El
viaje de Chihiro. Aquellos monstruos me acompañaron durante mucho tiempo.
Al verla, sentía que había cosas que se me escapaban, que aún no entendía
exactamente. Me daba la sensación de que mi familia me había ocultado una
realidad terrible que estaba conociendo a través de esa película. Llegué a
pensar que las criaturas que veía, aunque ficticias, podían ser
representaciones de seres reales. Había una escena en particular que me
resultaba imposible de ver y que años después supe que había aterrorizado
también al resto de mis amigos. Los padres de la niña protagonista, Chihiro,
llegaban a un extraño pueblo donde no había nadie. Encontraban comida en un
restaurante vacío y comenzaban a engullirla de una manera inhumana. Tan
salvajes eran sus formas, que poco a poco iban tornando sus manos en mugrientas
pezuñas y sus caras en hocicos de cerdo. La niña gritaba a sus padres que pararan,
pero llegaba un momento en el que dejaban de escucharla y, poco después, de
reconocerla. Era aterrador. La ansiedad que producía no puede describirse desde
la adultez. Aquel sentimiento de ver a tus padres convertirse en otra cosa, de
presenciar cómo pierdes en unos pocos segundos a las personas que más quieres y
que te protegen, no podía ser asumida por un niño. Otra escena que me
aterrorizaba era una en la que aparecía un bebé espantoso. Chihiro acababa
encontrando un hotel que hospedaba a criaturas extrañas. El bebé era hijo de la
dueña del hotel. Un niño gigante que se comportaba de forma egoísta y utilizaba
a su madre. La imagen me parecía aberrante. Los gestos que normalmente son
adorables resultaban monstruosos en esa criatura. Lo tierno y frágil se
convertía en perturbador
Años más tarde, después de mis difíciles encuentros con El
viaje de Chihiro, mi tío me regaló El castillo ambulante, una
película similar a la anterior que había sido creada por el mismo director. Me dijo
que el estudio de animación que la había realizado era su favorito: Studio Ghibli.
Yo rondaba los 12 años y por aquel entonces el miedo que había sentido había
dejado paso a la curiosidad, así que estuve encantado con aquel regalo. Recuerdo verla por primera vez y quedarme
maravillado. Parecía increíble que un mundo con tanto detalle y tan extraño
pudiera haber sido creado para una sola película. Tenía que haber más historias
ambientadas en aquel lugar, pues tanto esfuerzo en un solo largometraje no
podía tener sentido. Cada ser estaba trabajado con detenimiento y cariño, los
personajes eran coherentes y con personalidades bien construidas y la animación
era espectacular. El cuidado que se había tenido para dar una sensación de
inmersión en la historia era asombroso.
En aquel momento comprendí lo que había sentido cuando vi El
viaje de Chihiro por primera vez. Se puede tener miedo de algo que nos asusta
o de algo que nos parece extraño, pero solo es posible sentir verdadero terror
cuando creemos que lo que está pasando es real. Aquella escena de la
metamorfosis de padres a cerdos era tan perturbadora por el detalle y la precisión
a la hora de animar a los personajes. Si la transformación hubiera sido
instantánea o si no se hubieran tomado la molestia de mostrar la angustia de la
niña, el resultado no hubiera sido tan verosímil. Lo que da miedo al ver a otra
persona pasar por una situación espantosa es la sensación de que eso puede
ocurrirte a ti también. A pesar de que aquel era un mundo completamente alejado
del nuestro, la coherencia que en él reinaba me hacía ser incapaz de disociarlo
de la realidad.
A día de hoy, he de decir que El viaje de Chihiro es
una de mis películas favoritas. Dejé atrás el miedo que me suscitaba, y al
volver a verla disfruté de una realidad asombrosa que me cautivó. Sin embargo,
sé que siempre me traerá a la memoria esa sensación de estar expuesto a lo
oscuro, de ser frágil frente a lo desconocido. Aquella sensación que describía
Gata Cattana en su poema estará siempre contenida para mí entre los fotogramas
de esta película.
Por Jaime Cabrera González